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APRENDIZ DE SUMISA | CAPÍTULO 1: EL JUGUETE ROTO

Mis amores platónicos desde muy pequeña, mis “crashes”, como dirían ahora los millenials, eran dos: Leonardo DiCaprio y mi vecino del tercer piso, Norman. De DiCaprio me encantaban su sonrisa angelical, su mirada profunda y su pelo; y muchas veces lo imaginaba dándome abrazos y besitos de tarta de fresa (recordemos que era pequeña, unos 8 o 10 años). Mi vecino, su antagonista, tenía unos rasgos muy felinos, ojos verdes, pelo y cejas muy poblados, negros, brazos grandes y sonrisa pícara.

Norman me llevaba unos años, no recuerdo cuántos, y le encantaban los niños. Por ese motivo me hacía caso, y por eso yo me percaté de su existencia. Siempre hacía bromas con mis padres, y ellos hablaban siempre maravillas de él. Le encantaba el arte, dibujaba muy bien y, en ocasiones, regalaba a mis padres algún retrato de personajes famosos que él mismo hacía a grafito, y otro dibujo de mis adoradas princesas Disney, para mí. Siempre educado, siempre tierno, siempre sonriendo. Y yo sonreía por él.

Pasado un lustro, en mi adolescencia, descubrí lo que era el sexo por comentarios de los mayores, vi películas X en el famoso Canal+ y leí revistas destinadas a público femenino en las que no existían tabúes a la hora de hablar del tema. Todo eso hizo que mi amor platónico por Norman se convirtiera en excitación y deseo por él, por esa voz que no sé en qué momento se tornó gruesa, por sus finos labios, por su reciente barba, por esas enormes manos… Obviamente, no era recíproco. Cuánto más descubría sobre el sexo, más veía, más leía, más preparada me sentía. Y cuando conocí  en mi juventud a quien yo creía que era el amor de mi vida, quien me insistía constantemente para mantener relaciones sexuales porque ya era mayor, quien me dio mi primer beso, quien me acariciaba mientras me abrazaba, quien tocó mis senos por primera vez, lo hice con todas las expectativas y ganas que llevaba años guardando.

Esa primera experiencia podría describirla como decepcionante, fugaz, anorgásmica, sin preliminares. Ni siquiera podría llamarlo “vainilla”. Me esperaba un beso lleno de deseo, una mordida, un apretón fuerte contra él, una embestida… Y no ocurrió nada de eso. Todas mis expectativas románticas con quien suponía que era mi pareja se desvanecieron, y me quedé con ganas de más, mucho más. Me sentía tan frustrada, tan vacía, tan insatisfecha, tan tonta, tan torpe, tan poco valorada y tan poco deseada… Me sentía como un juguete roto, y ese sentimiento me acompañó hasta el portal de mi casa, atravesó el zaguán de la entrada y se encerró conmigo en aquel
ascensor hasta provocarme un llanto acelerado y ahogador.

De repente, el ascensor comenzó a activar su mecanismo sin yo haber pulsado ningún botón. Me sequé las lágrimas lo más deprisa que pude, se paró en el tercero, se abrió la puerta y apareció ÉL. Yo había secado mis lágrimas, pero no podía desacelerar mi respiración ni eliminar la hinchazón de mis ojos. Así que la sonrisa permanente de Norman desapareció, agachó la cabeza de su metro noventa hasta quedarse a mi altura de 166cm y me preguntó, muy preocupado qué me pasaba, me ofreció agua y una tila y tras mi avergonzada negativa salí del ascensor y subí a mi casa por las escaleras sintiéndome más pequeña si cabía.

Pasaron los días, las semanas, y no se terminó de ir esa sensación. Llegó mi cumpleaños y lo celebré haciendo de tripas corazón. Al irse la concurrencia, mis padres hicieron el ritual de cada cumpleaños entre ellos y me pidieron que llevase un detalle y algo de comida sobrante de la fiesta a casa de Norman. Lo hice tras suplicar que fueran ellos y con la esperanza de que atendiese al timbre cualquier otra persona. No fue así.

—¡Ey, feliz cumpleaños! ¿Estás mejor? —dijo mientras recogía lo que portaban mis temblorosas manos, con su eterna sonrisa.
—Sí —musité mientras dos lágrimas que llevaban todo el día peleando por salir, ganaron la batalla.
—Pasa, que me tienes preocupado, toma un poco de agua.

Pasé, me apartó una silla y me senté en lo que él me servía el agua, sin mediar palabra. Sólo miraba a mi alrededor con la cabeza prácticamente entre mis piernas. Vi su suelo de madera, su nevera, la mesa gris de la cocina, su encimera blanca, y lo que supuse que serían los cubiertos secándose en un paño negro.

—¿Qué, mal de amores?
—¿Cómo lo sabes? —respondí ojiplática.
—El gallo a veces se acuerda de cuando fue pollo. ¿Qué pasó?

A pesar de decirle que era una tontería, que ya se me pasaría, que no se preocupara… Apartó otra silla y sin dejar de mirarme se sentó al otro lado de la mesa, se inclinó hacia adelante y me dijo las palabras que más me han llenado nunca:

—Te conozco desde siempre y no hay nada de ti que no quiera saber.

Temblorosa, me animé a contarle lo que me había pasado y cómo me sentía, aunque sin dar demasiado detalle.

—Si el sexo es así me voy a meter en un convento —bromeé.
—Las primeras veces suelen no ser lo que esperas —respondió entre risas e incorporándose hacia la encimera.—Pero ten claro que el sexo
no tiene que ser decepcionante, tiene que ser cómo tú quieras. Ya seguirás experimentando y descubriendo lo que te gusta y tendrás la
suficiente confianza en ti y en la otra persona como para pedírselo.

Ésas palabras, transmitidas con esa voz, me hicieron estremecer. Me sentía reconfortada, y parecía que el juguete roto volvía a algún sonido. Me levanté de la silla y le hice saber que me encontraba mucho mejor. Me dio una sonrisa de medio lado, cogió el cargado paño negro de la encimera con ambas manos, y me acompañó a la puerta.

—Abre tú, que voy cargado.
Abrí la puerta.
—Ah, y con respecto a “ese”, te prohíbo que lo vuelvas a ver. —Me soltó mientras caían del paño cuatro aparatosas esposas unidas a un aro
por una especie de cinturón.

—¿Qué? ¿eres poli? —dije sonriendo.
—Vamos a dejarlo así, que no quiero caerte mal. —De nuevo, con la sonrisa de medio lado mientras recogía lo caído del suelo. Guiñó su
ojo derecho y cerró la puerta.

Continuará…

Autora: Fena Is Dahut

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