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ANIMAL SALVAJE

Allí estaba ella, como en un sueño celestial, mi ama, mi señora, mi diosa, siempre tan radiante y magnífica, observándome desde una posición superior, sentada en la silla de su escritorio mientras asía con una mano la correa atada al collar de mi cuello. Yo estaba frente a ella, arrodillado, mirándola desde abajo con sumisión y el deseo grabado en mis ojos, que ardían y chispeaban como fuego con excitantes brillos ante vista tan magnífica. Ella tenía las piernas cruzadas, estaban embutidas en unas finas medias negras que casi parecían como parte de su propia piel, las panty-medias subían hasta su cintura, más allá de su falda, y, a través de ellas podía ver unas braguitas de color blanco, que contrastaban con el negro de las medias de forma visible, no pude evitar recordar el símbolo del yin-yang (siempre un poco de blanco en lo negro y siempre un poco de negro en lo blanco, el equilibrio perfecto), ella lo hacía a propósito, quería excitarme, por eso me las dejaba ver en parte, como quien no quiere la cosa, pero ella sabía perfectamente que mi mirada estaba fija, como hipnotizada, en su entrepierna, ese jardín perfumado donde crecía la flor de loto que todo hombre desea probar. Pero aún era muy pronto para abrigar esperanzas de que ella me dejara hacer algo que fuera más allá de mirar furtivamente su intimidad.

Me ofreció uno de sus pies, embutidos en seda, poniéndomelo frente a la cara y balanceándolo lentamente de un lado a otro, la miré a los ojos, ella esbozaba una sonrisa traviesa, supe inmediatamente, sin necesidad de palabra alguna, lo que deseaba que hiciera.

—Si, mi Ama.

Me concentré en degustar lo que me ofrecía, comencé a lamer su pie, a cuatro patas, mientras ella tiraba de la correa para que no parara de hacerlo, manteniéndolo sobre mi rostro, su olor, su sabor, eran exquisitos, me extasiaban, respiraba agitadamente y con dificultad de la excitación, me faltaba el aire, respiraba pesadamente por la boca, despidiendo ligeras nubes de vapor ardiente, mientras hilillos de baba resbalaban por mi barbilla y de la comisura de mis labios, mi lengua lamía todo lo que se ponía a su alcance, podía notar en ella el salado sabor de la piel de ella, que traspiraba a través del fino tejido negro de las medias, ahora empapadas por mi saliva de los tobillos para abajo.

Ella me observaba en silencio, la cabeza apoyada sobre una mano, ligeramente inclinada, no se perdía ni un detalle, su sonrisa era inmutable. Pude notar como mi miembro se ponía tremendamente duro, me palpitaba de forma insoportable, iba a perder la razón. Ella se dio cuenta y, con el otro pie comenzó a frotármelo, a apretármelo, para incitarme más, no pude reprimir un prolongado gruñido. Apartó su empapado pie de mi cara y me observó divertida.

—Eres un verdadero animal, ¿acaso quieres hacerlo con tu Ama?

Asentí vigorosamente, sudando, a cuatro patas, temblando, resollando.

—Pues demuéstrame cuanto me deseas, perro.

Casi de forma instantánea me volví a lanzar sobre su pierna, me abracé a ella mientras comenzaba a lamerle el muslo, podía sentir mi verga contra su tobillo y, casi instintivamente, comencé a moverme, frotándome contra ella en un movimiento de sube y baja, frotando mi sexo contra su pierna mientras no paraba de lamer, sorber, chupar y de emitir gruñidos y gemidos de chucho en celo. Ella se mostró al principio sorprendida, y luego muy, pero que muy complacida. Al poco tiempo sentía que iba a venirme muy pronto, pero ella me apartó e hizo que me volviera a poner a cuatro en el suelo.

—Bien hecho, mi linda mascota, en verdad puedo sentir cuanto me deseas, voy a darte tu premio.

Ella se inclinó y me quitó la correa, luego se abrió de piernas sobre la silla, enseñándome totalmente lo que antes tan solo me había insinuado.

—Vamos, quiero ver a esa fiera salvaje que pugna por salir de ti.

No pensé, simplemente seguí mi instinto más primario, dejé que el animal salvaje dentro de mi se apoderara de mi voluntad, no le puse cortapisas. En un segundo mis ojos se inyectaron en sangre, en mi cara se dibujó una sonrisa aviesa que dejaba ver unos colmillos afilados y mis músculos se tensaron, como si fuera un leopardo a punto de lanzarse sobre una presa desprevenida. Pegué un salto inesperado y me abalancé sobre ella sin previo aviso, emitiendo un rugido de depredador hambriento, ella, sorprendida, emitió un grito de sorpresa. Acabé sobre ella, la fuerza del impacto hizo que la silla cayera al suelo de espaldas y rodamos por el suelo, yo me agarraba a ella como un gato y no la dejé escapar, acabamos tumbados en el piso, ella estaba debajo de mi, yo quedé arriba y, por lo tanto, con el control de la situación.

Por el rostro de ella apareció una ligera expresión de terror, como quién se da cuenta de lo que acaba de hacer cuando ha liberado a un monstruo, pero, al ver mi cara desencajada y jadeante, con una sonrisa de dinosaurio hambriento, ella rió y dijo:

—¡jaja, desde luego eres una bestia, adelante, devórame viva!

No se lo tuve que hacer repetir, dejé a un lado toda delicadeza y planté un violento beso en su boca, un beso que ella me devolvió con una pasión ardiente, abrazándome con sus cuatro extremidades y atrayéndome hacia sí. De sus labios pasé a su cuello, que besé, lamí y mordí como un jaguar.

Rápidamente fui bajando por su cuerpo, olfateando, en busca de su intimidad atesorada, quería violentar aquel santuario para robar de él todo el placer que ansiaba. Mis manos se transformaron en garras cuando rasgué las medias y dejé al descubierto aquellas bragas blanco inocencia, invadido por la impaciencia, las mordí y corté aquella ultima barrera con mis afilados colmillos, dejando, por fin, al descubierto, lo que tanto había estado buscando; esa vagina ya tan empapada, llena de fragancias, de deseo, de magnética pasión. La tome por ambas piernas, aún embutidas en los restos de la destrozada panty-media, y las alcé y abrí para dejar aquel orificio del deseo lo más abierto posible a mis toques y, entonces, me incline para comenzar a disfrutar de él con mi lengua. Al igual que un colibrí o que un insecto comencé a libar el néctar de aquella exuberante flor, mientras ella se revolvía en espasmos y me animaba a lamer más profundo, los gemidos y los gritos de placer de ella me enervaban cada vez más, y hacía que mis ganas de hacerle sentir mejor aún no tuvieran medida.

Tras muchos minutos separé mi cara de su sexo para tomar aire, mi cara entera estaba impregnada de los fluidos de ella, como la boca de un tigre que se empapa de sangre cuando ha estado devorando la carne de una presa recién atrapada, y consumir ese jugo del amor me enervaba aún más, como si fuera una especie de potente afrodisíaco natural. Ella temblaba, sus piernas se estremecían, estaba seguro de que ya se había corrido al menos una vez, pero yo aún no tenía bastante.

—Mi Ama… quiero sentirla… déjeme sentirme dentro de usted…

Por toda respuesta me llegó un gemido ahogado, pero lleno de autoridad:

—Rápido…

En un segundo me levanté y ella se puso a cuatro patas, ofreciéndome su precioso trasero, me coloqué sobre ella, en la postura del perro y comencé a penetrarla hasta el fondo, en la primera estocada mi verga, sin encontrar resistencia alguna, acabó hasta el fondo de su matriz y ella lanzó un profundo y prolongado gemido de placer que yo acompañé con un quejido sostenido, producido por aquel gusto tan increíble que me daba el estar dentro de mi ama, de mi diosa, mi amazona. ¡Dios, podría quedarme así para siempre!, ¡ojala nunca tuviera que salir de ella!, ¡se sentía tan bien!

Comenzamos a movernos, de forma cada vez más frenética y violenta, ahora follábamos como animales, como dos criaturas rugientes enloquecidas por el furor de la Naturaleza, cebándonos con nuestra carne, embriagándonos con el placer, deshaciéndonos en uno en medio de la pasión y del deseo. El orgasmo nos sorprendió todavía unidos en nuestro delirio y la crisis del goce nos llenó las entrañas de fluidos en ebullición, apagando el incendio de nuestros ardientes órganos en una inundación de semen y líquidos vaginales, que redujo las llamas a chisporroteantes rescoldos de brasa al rojo. Nos estremecimos aún unidos y, finalmente, nos derrumbamos, uno sobre el otro, boca abajo en el suelo, respirando con pesadez, lánguidos, agotados y satisfechos.

—Eres… un animal… salvaje…

Llegó a decir ella, en el umbral de la inconsciencia.

—Soy… lo que usted… quiera… mi ama…

Dije por toda respuesta, antes de abrazarla y caer junto a ella en los brazos de Morfeo.

 

Autor: Master Spintria

Ilustración: nikishiko

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