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SUELAS ROJAS XXXIII -XXXIV

SUELAS ROJAS (Parte XXXIII)

 

El celular de María sonó. Era un mensaje de Valentina: “Perdóname mi amor. ¿Nos vemos para el almuerzo en el restaurant de siempre? ¡Te quiero!”

De pronto, el día de la joven y ejemplar guardiana había cambiado para bien: de seguro tendría una fogosa reconciliación con su novia y se había deshecho del holgazán de su cuadrilla en los campos del Instituto Correccional H.E.M.B.R.A..

Aliviada, lanzó un suspiro de satisfacción. Hizo acercar a uno de los infelices a su cargo hasta el caballo, alcanzarle la cigarrera y, ya distendida, hacer que le encienda un cigarrillo. Luego le ordenó: – “Tú, ¡bazofia!, acércate a tu compañero el holgazán y vé si tiene pulso.”

Aterrado, como sus otros ocho compañeros, que habían quedado paralizados ante la situación, el interno 3570 obedeció. Sumisamente, dirigió su vista hacia la fabulosa mujer que los dominaba y sacudió la cabeza de derecha a izquierda en señal de negación.

María se acercó con su caballo a unos cinco metros de donde yacía el cuerpo del reo, y ordenó: – “Todos al suelo, boca abajo, uno al lado del otro. ¡Quiero mi alfombra humana! Bueno, aunque muy humanos no se los ve. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!”

Ellos obedecieron, con terror. La risa de la amazona demostraba lo poco que los valoraba. Y dada su nula preocupación por el suceso, también ponía de manifiesto la impunidad con que las mujeres a cargo del penal contaban para tratarlos como les venga en gana, incluso hasta para disponer de sus vidas.

La perfecta fémina caminó sobre sus espaldas, clavándoles los tacones de sus botas, hasta que llegó al cuerpo de Carlos, el cual también pisoteó, para luego pararse al lado. Lo movió con sus pies como quien verifica que una presa recién cazada está muerta. Luego ordenó a todos que se arrodillen en dirección hacia ella con la cabeza gacha y a 3570 que traiga un objeto de cartón que había en sus alforjas, se lo hizo desplegar de modo que quedó con forma de pirámide sin punta y abrió un cierre en sus pantalones que pasaba por debajo de su entrepierna. Acto seguido el asistente tomó la posición de los demás sin que mediara palabra, ella tomó la pirámide de cartón, la apoyó contra sí y en una armoniosa y larga micción dirigió su orina por sobre el cadáver.

El instante quedó grabado a fuego en la mente de los reclusos, como tantos otros de los vividos allí. Sin dudas, nunca más podrían considerar para sí estar a la misma altura que una mujer. Cada castigo y ejercicio autoritario que sufrían o veían sufrir a otros los hacía más conscientes de su inferioridad. En ese mismo instante, los gobernaba el terror, pero también la adoración a su carcelera, y ni se les pasaba por la cabeza siquiera cuestionar la justicia del castigo final que ella había acabado de imponer.

– “Tú, estúpido, toma mi teléfono y saca una foto.”, le dijo la formidable María a 3570, al tiempo que envió una descarga nivel 2 a todo el grupo, que permanecía servilmente postrado. Incluso el cuerpo sin vida de Carlos, con el cinturón de castidad metálico y el cable que le pasaba por entre los testículos, se sacudió casi imperceptiblemente. Ella posó su bota derecha sobre el trasero del ajusticiado, al tiempo que sostenía el terrible bullwhip rojo en su mano izquierda, de modo que caía sobre la espalda destrozada del fracasado difunto. – “Llenaré toda una pared del casino de oficialas con mis fotos.”, pensó para sí la magnífica y bellísima mujer, con orgullo.

Luego, volvió a tomar su teléfono y llamo a las oficinas del correccional: – “Doctora Ochoa, 3572 ha finalizado. Espero que mandes a recogerlo, y avisa que necesito un reemplazante, por favor. ¡Y que no sea otro flojo!”

– “No hay problema, María. Ya mismo.”, contestó la profesional veterinaria con total naturalidad. – “Y les diré eso tal cual, pero ya sabes que no depende de mí a quien te manden de reemplazo. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Felicitaciones!”

En unos tres minutos, dos hombres eunucos, de cara inexpresiva y mirada perdida, como de 60 años, llegaron corriendo. Uno con un pequeño martillo y una tacha de oro. El otro con una gran bolsa de residuos. Ambos se postraron uniéndose al grupo que permanecía en esa posición. El primero de ellos, cerca del cuerpo inánime del infortunado Carlos. Esperó a que María apoyara ahora su bota izquierda sobre el trasero del extinto y con profunda reverencia tomó la tacha, la colocó sobre la bota alineada geométricamente con las diecinueve preexistentes, tomo la pantorrilla de la tremenda mujer por detrás y martilló cuidadosamente hasta que la tacha quedó fija. Luego puso toda su rostro contra el suelo, para inmediatamente levantarla como quien es totalmente consciente de su indignidad y con afectado respeto besó la bota de la fémina que había dado muerte al hombre holgazán, justo sobre la tacha que acababa de colocar: la nueva insignia tan bien ganada por María. Lo siguió el segundo eunuco y, enseguida, sin que mediara orden explícita, todos entendieron que debían hacer exactamente lo mismo: aplastar la cara contra el suelo, y rendir respetuoso tributo a la justiciera que los tenía a su completa merced, sobre el cuerpo aún caliente de su compañero.

Ella no se privó de saludar a cada uno con una descarga de grado 1 justo cuando la estaban saludando, tornando el momento aún más grato para sí.

Apenas terminó esta ‘ceremonia’ llegó un hombre de raza negra, como de un metro noventa, musculoso, vestido solo con la mordaza y el cinturón de castidad reglamentarios y se postró ante su autoritaria nueva supervisora: el día de María no podía ser más perfecto.

Mientras tanto, los eunucos habían metido el cuerpo de Carlos en la bolsa de residuos y lo llevaban arrastrando hacia el pabellón médico.

CONTINUARÁ…

SUELAS ROJAS (Parte XXXIV)

Eran las diez de la mañana. Dionisia había salido a comprarse ropa y zapatos, y Diana estaba tomando en la cama el desayuno servido por Ricardo, recordando todavía la fogosa noche que había pasado, cuando el teléfono sonó.

– “Buenos días querida.”, dijo la Doctora Alina. “Lamento mucho tener que informarte que tu fiado, Carlos Bermúdez, ha fallecido mientras prestaba asistencia a las actividades normales de nuestro querido Instituto Correccional. Te envío mis sentidas condolencias.”

– “¿No me digas? ¡Pero no te conduelas Alina! ¡Al contrario! Para mí es una grandísima noticia. Saber que ese cerdo al que le dimos todas las posibilidades en esta casa y nos pagó con la mayor ingratitud no va a volver a molestar a ninguna otra mujer es una gran tranquilidad para mí. Sin dudas, tu organización y tu instituto son grandes obras.”

– “Te agradezco querida. Solo no quería que pienses que ha sido por descuido o por desviarnos de nuestros métodos. Pero sin severidad no hay reeducación en este tipo de delincuentes, y los débiles a veces no soportan el régimen. Pero no podemos ser otra cosa sino lo inflexibles que somos con estos desgraciados. Me alegra mucho que lo entiendas.”

– “Completamente, Alina.”, respondió Diana, al tiempo que llamaba a Ricardo porque la buena nueva la había puesto excitadísima y el muchacho era lo único que tenía a mano. “Dame un minuto, por favor.”, dijo al teléfono. Y a Ricardo: “Ven, ayúdame a quitarme la tanga, y te acuestas boca abajo mirando hacia mí, ¡ya mismo!.”

No era lo que tenía pensado para él en ese momento, pero las circunstancias aceleraron esa parte del ‘proceso’ del joven. Él, sorprendido, pero acostumbrado ya a los modos de las señoras que no permitian hesitar, obedeció sin resistirse. Diana, semisentada sobre la cama, abrió sus piernas, tomo la cabeza de Ricardo por los pelos sobre la nuca, y empujó su cara hacia su vulva: – “!Y ahora chupa! Y no hagas ruido que tengo que seguir hablando.”

– “Perdona Alina, pero estaba aquí a mi criado y tenía que darle unas instrucciones. Y si, además de ingrato era un flojo. Ni siquiera lo lamento por él. Como ya te dije, es una buena noticia para mí.”

Ricardo se sentía en el paraíso. Nunca había estado así (ni de otra forma) con una mujer. Estaba extasiado metiendo la lengua en la intimidad de su patrona ardiente. Comenzó muy despacio, hasta con miedo de que ella se enojara porque él hiciera eso aunque haya sido su orden, pero cada vez que ella le sacudía la cabeza hundiéndolo en su entrepierna, comprendía que debía ir más a fondo y más rápido.

– “Me alegra eso, querida. Aunque ya no era tu esposo, debes disponer del cuerpo como su fiadora. ¿Nos mandarás una funeraria? ¿O qué quieres hacer con él?”

– “Pues, no sé. No me importa mucho. Tú me has dicho que no todos llegan a término de la reeducación, de modo que habrás tenido otros casos. ¿No has tenido algún cuerpo que nadie reclame? ¿Qué hacen en esos casos? Dame otro minuto, por favor. Ya sabes, si no les explicas todo…”, contestó Diana. Para enseguida dirigirse de nuevo a Ricardo: – “Ahora acuéstate boca arriba, pero sigues el mismo trabajo, ¿entiendes?”

– “Ssi señora Diana.”, contestó el sirviente de 19 años, con la boca ya cubierta por los fluidos de la señora.

– “Nosotras tenemos un horno crematorio en el Instituto para esos casos, al lado del pabellón médico. Lo podemos procesar y enviarte las cenizas. No te cobraríamos claro. Sabiendo lo que te has comprometido a aportar para que nuestra Fundación crezca, te ayudaremos a reducir el tamaño de tu ‘problema’ con mucho gusto, querida.”

– “Eres muy amable Alina. Mándalo al horno, pero no me envíes las cenizas. Las puedes tirar al cesto de desperdicios apenas salgan de allí. No hay nadie a quien le importe lo que quedó de él.”

– “En tal caso las podríamos utilizar en una crema de belleza que produce la fundación. Ya sabes, somos ecológicas, reciclamos todo, hasta los desperdicios. Y es muy buena, te enviaré un pack para que la pruebes.”

– “Si, ¡claro! Úsalo en lo que quieras. ¡Qué al menos sirva para algo una última vez! Pero mándame las cremas antes de usarlo de materia prima, no quiero tenerlo otra vez baboseando mi linda cara, ¡ja, ja, ja, ja, ja!”. Diana ya estaba sentada sobre la cara de su fiel sirviente, recibiendo un cunnilingus cada vez más entusiasta, apoyándose sobre el rostro del jovencito a su placer, mientras él tragaba los jugos productos de la excitación de la mujer, que estaba cada vez más húmeda. Ricardo, en cambio, comenzaba a sufrir tener el miembro atrapado en el aparato de castidad, tanto por la idea de masturbarse o incluso (equivocadamente) de poder penetrar a la señora si ella se lo pidiese, como por el hecho de que estaba excitadísimo y cada vez se le crecía más y se apretaba contra las paredes de la jaula.

– “¡No te preocupes querida! Te enviaré los que ya están hechos con la fecha de producción estampada para que estés bien tranquila. Pero si contienen restos de otros cerdos parecidos, espero que eso no te incomode.”

– “Sabiendo eso, sólo la probaré porque la recomiendas tú. Te agradezco mucho la atención, Alina.”

– “Por nada. Te mandaré también los papeles para cumplir las formalidades del caso. Cuando los tengas firmados, me avisas y mando a recogerlos. Me dió gusto hablar contigo y que tomes las cosas así. Que tengas buen día, querida.”

– “Gracias Alina. Igualmente. Quisiera involucrarme más en la fundación, pero te llamaré en otro momento. Ahora debo dar más órdenes a mi criado. Adiós.”

Diana se levanto apenas apoyándose en sus rodillas, para con los dedos de ambas manos abrir más sus labios y desplomarse luego con todo su peso sobre la cabeza de Ricardo, haciendo ir su lengua aún más profundo en su vagina. Ella se tocaba mientras el clítoris con las yemas de sus dedos, al tiempo que decía: – “!Más fuerte Ricardo!… ¡Eso!… ¡Sigue así, querido!… ¡Más rápido!… ¡Más… ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé

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