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SUELAS ROJAS XXIX – XXX

SUELAS ROJAS (Parte XXIX)

Ricardo tocó respetuosa y suavemente a la puerta del dormitorio de las señoras.

Desde dentro, Diana contestó de inmediato: – “¡Adelante!”

– “Bu…buenas tardes señora Diana.” dijo él, trémulo. La mujer lo esperaba apenas vestida con ropa interior negra, de muy fino encaje, muy reveladora. Él bajó la vista de inmediato.

– “Espero no te moleste que esté vestida así, pero de veras me molesta la ropa para dormir y apenas me he despertado. Dioni ya ha traído los aceites: puedes comenzar.” Sentada al borde de la cama, su empleadora le señalo la mesita de luz, donde estaba la pequeña botella. Él la tomó y se sentó en el suelo frente a ella, su cara justo frente a su entrepierna. Hasta podía ver el bello púbico de la hermosa mujer a través del encaje. Su pene empezó a excitarse nuevamente.

Diana ya estaba descalza. Levantó su pie derecho para que él comenzara los masajes y apoyó el izquierdo en la alfombra que cubría el suelo del cuarto. Ricardo sabía que estaba abierta de piernas justo frente a su cara, pero no quiso mirar, incluso hacía todo lo posible por ni pensar en eso. Tomo el delicado pie con suavidad, más pequeño que los de Dionisia, y comenzó a ungirlo y frotarlo con el aceite. Pero eso también lo excitaba.

Diana lo miraba desde arriba, en silencio, esperando el momento para seguir avanzando sobre él. Como a los cinco minutos, dando un suspiro de satisfacción, le dijo: – “Lo haces muy bien, Ricardo. Pero ahora recuerdo que tengo algo que pedirte: mañana habrá mucha tarea en la casa, como volver a ordenar todo lo de la cena y demás. Te tendré trabajo para todo el día. De seguro no tendrás problemas en quedarte. Por supuesto: todo es paga extra, igual que hoy.”

Ella lo dijo como quien no espera respuesta. Y él no se animó a decir nada. Ya subyugado por sus pies, su entrepierna y toda la situación… Penso para sí que si hubiese sido la señora Dionisia le hubiese dicho algo, pero era la primera vez que quedaba a solas con la señora Diana y tenía miedo que ella reaccionara mal… Se la veía una mujer tan segura de si misma y acostumbrada a que la obedezcan… Él continuó callado. Y ella, sintiendo que tenía el camino allanado, siguió hablando.

– “Para serte sincera, no se para qué necesita un hombrecito como tú estudiar. Llevas nada con nosotras, pero se ve que eres buenísimo en esto. Planeo casarme con Eugenio y de seguro nos mudaremos a una hacienda en las afueras… Habrá muchas más cosas para hacer. Hasta tomaré más servidores que podrían estar a tu cargo. ¡Y te pagaré más dinero, claro! Por lo pronto, hasta mi viaje te necesito aquí: estimo que será toda esta semana y la siguiente. Cuando me vaya, puedes volver unos días a tus estudios, si todavía te apetece. Y a la vuelta lo volvemos a conversar, si quieres. ¡No se diga más! ¡Y sigue con eso que vas de maravillas!”

Él se moría por hablar, por decirle que siempre había querido estudiar esa carrera en la universidad, que tendría que explicarle a sus padres porqué dejaba el estudio, que… Pero no lo hizó. En cambio se sintió sometido a Diana y excitado por ello. ¡Y además estaba la señora Dionisia! Volvió a agachar la cabeza que apenas había levantado cuando pensó en decir algo y simplemente obedeció.

– “Por cierto, ¡te ves muy bien así, depilado y con esas cejas finitas! ¡Eres tan lindo como una muchacha! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!”, rió Diana.

Y él, en lugar de decir algo para defender sus estudios, simplemente sonrió y dijo: – “Gracias señora Diana.”

Ella luego retiró su pie derecho y le acercó su pie izquierdo para que él haga el mismo trabajo, alabándolo y suspirando sensualmente de tanto en tanto. Él siguió todo el tiempo mirando hacia abajo, concentrándose en los pies de la señora, resistiéndose a la tentación de mirar hacia adelante, lo que habría sido irrespetuoso, pensó.

A media hora desde el comienzo, Diana dijo: – “Ya está con los pies, Ricardo. ¡Y muy bien! Pero también tengo tensas las piernas. Puedes usar el mismo aceite.” Y subiéndose a la cama, tendió su escultural cuerpo boca abajo. El joven se puso de pie y volvió a quedar extasiado con la vista: apenas una finísima tira de encaje cubría las posaderas de la señora. Sus piernas eran también perfectas. Y él, el privilegiado que les daría alivio.

Otra media hora más tarde, el joven Ricardo abandonó el cuarto de la dueña de casa, pensando en abandonar sus estudios y aprovechar la oportunidad que la vida le ofrecía.

CONTINUARÁ…

SUELAS ROJAS (Parte XXX)

– “¡Vamos Ricardo que se hace tarde y debes vestirte ya!”, gritó Dionisia.

Alarmado por si la joven mujer le fuese a hechar la culpa de algo, pero respetuoso para no objetar nada, el muchacho respondió: – “Sí señora Dionisia, como usted mande.”

– “Aquí tienes todo: la ropa interior, el traje de mucama, los zapatos de taco… Camina un poco con ellos, hasta que lo hagas como una mujer, ¡con elegancia! No queremos que Eugenio nos pille porque caminas mal, ¿entiendes?”

– “Si señora Dionisia.”

– “Bien puedes usar el escritorio, ya te iré a ayudar y maquillar enseguida.”, dijo ella, señalándole una puerta.

Ricardo obedeció. El cuarto tenía el escritorio en sí, una silla, toda una pared ocupada con una biblioteca llena de libros y dos confortables sillones de una plaza.

Él cerró la puerta, se desnudó y apenas se estaba poniendo la bombachita de satín rosa cuando Dionisia entró, con una pequeña canasta con productos cosméticos.

– “Oh, ¡perdona!, pensé que irías más adelantado. Pero no te molestes, yo mientras iré preparando esto, tu sigue.

A él, que apenas le había pasado la excitación por haber estado dando masajes a Diana, estó lo volvió a acalorar.

Dionisia esta vez no se hizo la distraída: – “¿Pero que tenemos ahí? ¿Una parte de la mucamita todavía se resiste a dejar de ser hombrecito? ¡Ja ja ja ja ja!”

Ricardo agachó la cabeza, avergonzado por toda la situación, sin saber muy bien que decir: – “Perdón Señora Dionisia…”

– “¡Nada! Pero lo veremos con Diana, puede ser un problema a la hora de estar en la mesa… y el uniforme de mucama es muy suelto… quédate así que ya venimos. Solo píntate los labios mientras: ahí tienes todo lo necesario: usa el espejo para verte.”

El joven, todavía preguntándose a si mismo porque estaba haciendo todo lo que le decían, dudando, finalmente tomó el lápiz labial, el pequeño espejo y se pintó la boca de un rojo furioso. Luego esperó: desnudo a no ser por la prenda íntima femenina que se había colocado, los labios bermellón, y el pene todavía en alto.

Tras veinte minutos de tenerlo en espera, las mujeres irrumpieron en el escritorio: con vaporosos vestidos, negro el de Diana, rojo el de Dionisia, y ambas calzadas con sus botas negras de suelas rojas, que tanto las favorecían en todo.

La dueña de casa traía un aparato de plástico rosa en la mano. Sin esperar nada se lo alcanzó a Ricardo, diciéndole secamente: – “Toma. Ponte esto por favor. No podemos correr riesgos esta noche.”

La jaula de castidad era sencilla, tenía dos volúmenes para contener pene por un lado y testículos por el otro, y una sola cerradura que trababa sin poner la llave.

– “¿Qué… qué es esto señora Diana?”, preguntó Ricardo alarmado y sin saber realmente de que se trataba, pero intuyéndolo.

– “Es para encerrar tus ‘partes’ hasta que dure la cena. No te hará nada, pero si Eugenio te ve así, se dará cuenta de todo. ¡Y parece que no puedes controlarte!”, terminó la mandamás, con cierto tono de ofuscación.

Al ver que su patrona estaba molesta el se aprestó a obedecer, esperando que lo dejaran solo. Ellas salieron del cuarto un minuto, escucharon el click, y volvieron a entrar para sentarse en los sillones cuando Ricardo les avisó, con la bombacha otra vez puesta.

– “Pues bien, sigue ahora con el corpiño y lo demás. Que todavía te queremos ver caminar.”, le dijo Dionisia.

– “Sí señora Dionisia. ¿Pe… pero me darán las llaves?”

– “No te preocupes, yo las tengo. A su debido tiempo. ¿Pero que nunca habías visto un aparato de castidad, en serio?”

– “No señora Dionisia. De veras que no.”

– “¿Y nunca has tenido una novia?”

– “Sí, como hace tres años… pero me dejó enseguida.”

– “¿No me digas que eres virgen?”

Sonrojado hasta la coronilla, Ricardo admitió: – “Sí señora Dionisia. Nunca he estado con una mujer de manera… íntima.”

Las dos mujeres rieron, con malicia.

– “¡Con lo que yo siempre he querido tener un novio virgen! ¡Eres un ángel!”, dijo su jefa inmediata.

El sintió de que más allá de que sentía que la ternura con que se expresaba Dionisia no era del todo fingida, esas mujeres se iban adueñando de su ser, a una velocidad inusitada. Lo tenían enredado en su maraña de necesidades, urgencias y encanto. De pronto, mientras pensaba todo esto, no pudo quitar la vista de las relucientes botas de Diana. Ella vió que podía acortar aún más las riendas y no desaprovechó la oportunidad.

– “Veo que te gustan mis botas, Ricardo. ¿Quisieras darles un beso? A mi no me enojaría, pero sé sincero conmigo. ¿Te gustaría o no?”

– “Ssí señora Diana.”

– “Entonces adelante. Híncate aquí, y hazlo con respeto.”

Él, una vez más, obedeció.

– “Y de seguro te gustaría también meterte los tacones en la boca, ¿verdad?”

Él, sorprendido de sí mismo por la urgente necesidad de hacer lo que la dominante mujer le sugería en ese momento, y con su miembro crecido, pero atrapado dentro del aparato sin que ya quedara lugar, volvió a contestar sumisamente: – “Sí señora Diana.”

– “Bien adelante. Pero no te lo quites de la boca hasta que yo te ordene. Y luego será el otro. Y no vuelvas a hablar hasta que te demos permiso.”

El muchacho, inexperiente, de diecinueve años, doblegado por la voluntad y poder sexual de las dos mujeres, se entregó a su tarea. Diana le ofreció el tacón primero, luego se lo empujó hasta el fondo de la garganta y luego le acabó diciendo: – “¡Vamos! Hazlo con gusto. ¡Con pasión! No me enojaré por ello. ¡Quiero ver tu devoción! Y sobre todo, no acabes hasta que yo te lo ordene.”

Luego le dijo a Dionisia: – “¡Te felicito Dioni! De verdad era lo que nosotras necesitamos. ¡Y mira que bien se lo pasa!”

Las damas siguieron hablando sobre la buena adquisición que habían hecho con Ricardo y los planes que tenían para él.

Después de cinco minutos: – “¡Suficiente! ¡Al otro tacón perrito! Y espero que ya no quieras seguir con esa estupidez de estudiar. Los varoncitos no sirven para eso.”

Otros cinco minutos después: – “¡Ya! Suficiente. Y antes de darte permiso para hablar te pondré las cosas en claro: no estudiarás nada. ¿Te queda claro?”

– “Sí señora Diana.”

– “Por cualquier cosa, debes saber que todo lo que pasa aquí dentro queda grabado en las cámaras del sistema de seguridad. De modo que si quieres hacerte el rebelde con eso de estudiar… Pero se ve que como dice Dioni eres buen chico, y no hará falta. Ahora acaba de arreglarte y a trabajar que se acerca la hora de la cena. ¿Y no me agradecerás lo que te dejé hacer?”

– “Sí, perdone que no haya agradecido antes, señora Diana. Muchísimas gracias señora Diana.”

Y las dos mujeres rieron maléficamente, satisfechas con su conquista y pensando en todo el poder todavía iban a adquirir sobre el incauto muchacho.

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé

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