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SUELAS ROJAS XIV – XV

SUELAS ROJAS (Parte XIV)

La tenienta González volvió cuando ya era día, le puso unos grilletes que apenas le debajan dar pasitos de quince centímetros y lo condujo a la sala de interrogatorios. Sin quitarle nada lo paró junto a tres hombres de su edad y estatura y desde el otro lado del vidrio espejado, Julia, una mujer delgada, de cabellera rubia y de prácticamente la misma edad que Diana, la vecina que lo había denunciado, lo reconoció y se labró formalmente el acta en tal sentido. Luego la tenienta lo volvió a forzar a que camine hacia otra sala de la comisaría y lo hizo sentar. Y unos segundos después entraron Diana y Popea, una abogada penalista socia de Miriam. Carlos pensó que el corazón le estallaría cuando vio a la primera. Abrumado por la vergüenza y la culpa por haberla denunciado, se tapó la cara con las manos esposadas. “¡Imbécil!”, le dijo ella. “¿Querías arruinar todo? Pero no lo lograste. Como siempre, eres un bueno para nada. Ni me hables… Solo firma que no se porque soy tan buena y te he conseguido una abogada para que te represente. Pero no creas que esto va a quedar como si nada. Ya arreglaremos cuentas, ¡y cómo!”, termino Diana terriblemente ofuscada y con tono amenazante. Tras lo cual salió de la sala.

“Soy la abogada Popea Reyes, por favor firme aquí para que pueda representarlo en su defensa.”, dijo la otra mujer, de pelo castaño y corto, ojos marrones, vestida con una blusa blanca, una falda marrón bastante larga y finos zapatos del mismo color con altos tacos. “Ahora dígame que ha pasado.”

Carlos le refirió todo, pero en la versión que había firmado y exculpando de todo a Diana y Dionisia, sin saber cuanto sabía la abogada al respecto de lo que realmente había pasado. ¿Estaría también compinchada para hacerlo caer cada vez más bajo? De todas formas, su margen de maniobra era ya nulo, incluso ante la justicia, habiéndose autoinculpado de andar desnudo y de hacer una denuncia falsa.

“Bien. Veré que puedo hacer por usted, señor Bermúdez. ¿Está dispuesto a aceptar un acuerdo? Es probable llegar a convenir tareas comunitarias o tomar un curso contra la violencia machista por el caso de exhibicionismo. Lo peor es la denuncia falsa que ha hecho. La comisaria Arias ya la había firmado y cargado al sistema para cuando llegué. Va a tener problemas con eso. Y debe estarle muy agradecido a su señora, que no va a presentarse como querellante y hasta me ha buscado para que lo represente. No he visto otras mujeres que hagan eso.”, le dijo Popea. Carlos le agradeció y le dijo que por supuesto estaba dispuesto, aunque no sabía si sería preferible seguir preso o volver a casa de Diana a pagar su falta. Si ellas ya lo maltrataban simplemente por placer, ahora que él había traicionado su confianza, las cosas serían mucho peor, se decía.

La abogada se fue y la tenienta González lo llevó a otra celda donde encontró comida y bebida. Comió y luego se recostó en la dura cama con colchoneta que había dentro del mínimo calabozo, moviéndose bastante ridiculamente, pues seguía con esposas y grilletes en los tobillos. También tenía un inodoro y un lavabo en la celda, pero todo a la vista. Nada de intimidad ni para eso si alguien pasaba por allí, aunque no vio a nadie en todo el día, salvo al cadete Gutiérrez, que volvió a tomar su turno a la tarde y le trajo otra vez comida.

La mañana siguiente volvió la tenienta González, lo condujo otra vez engrilletado a la sala de visitas y se quedó allí mientras entraron la licenciada Sánchez que era la fiscal para délitos de género y la abogada Popea, acompañadas por Diana. La fiscal tomó la palabra: “Señor Bermúdez, si es que se le puede decir ‘señor’ a alguien como usted: tiene mucha suerte en ambas causas. Aunque la de denuncia falsa es algo grave, por más que las señoras Bermúdez y Dallara no hayan querido presentarse como querellantes. Pues en esa tendrá que presentarse a audiencia de aquí a treinta días. En cuanto al cargo de exhibicionismo de género, la Señora Julia Maral ha consentido ha pedido de su abogada aquí presente que usted tome un curso contra la violencia de género de 40 horas y realice otras tantas de tareas comunitarias en la fundación ‘Huerta Ecológica Mujeres que Bregan por la Recuperación de los Agresores’. La señora Bermúdez ha consentido ser su fiadora respecto a que cumplirá su rehabilitación y sus tareas comunitarias, así como también ha depositado la fianza para que pueda ser procesado en la otra causa sin que se le imponga prisión preventiva. En veinticuatro horas será puesto en libertad. Le entrego la citación para la audiencia. No tengo otra cosa que comunicarle. Buenos días.”. Ipso facto la licenciada Sánchez y Diana se retiraron de la sala y su abogada defensora se quedó brevemente con él para entregarle un sobre con una nota de Diana, indicándole que lo abra cuando sea puesto en libertad, y despedirse hasta la fecha de la audiencia. La tenienta González otra vez lo llevó a su celda y allí volvió a comer. Hasta entrada la noche no vio a más nadie, hasta que volvió a escuchar unos pasos, femeninos, que se acercaban. De pronto la comisaria Arias apareció abriendo la puerta y autoritariamente le dijo: “Salga, lo cambiaré de celda hasta que se vaya mañana. ¡Camine para allá!.” Era la celda oscura de su primer encierro. De pronto, la tenienta González volvió a aparecer: “Me estaba yendo, pero pensé que estabas en esto, querida. Y que te vendría bien algo de ayuda, aunque no la necesites.” Dicho esto, la comisaria lo empujó adentro de la celda, haciéndolo caer al suelo. Luego lo dejaron levantarse, y la tenienta le sujetó los brazos, le quitó las esposas y se las volvió a poner, pero haciendo pasar un barrote de la celda entre sus dos brazos. Con una sonrisa mutua y sádica, las dos uniformadas tomaron cada una su porra reglamentaria y lo empezaron a moler a golpes, por todo el cuerpo. “¡Cerdo inmundo! Esa fiscal floja te ha dejado con nada más que un acuerdo, pero nosotras te enseñaremos a que respetes las mujeres.”, gritaba la comisaria Arias, y le descargaba porrazos demoledores. “¡Te gusta ahora desgraciado!”, le decía la habitualmente gélida tenienta, pegándole repetidamente con la misma furia. Carlos gritó, lloró, pidió por favor… Pero nadie lo escuchó y ellas no dejaron de castigarlo hasta verlo desmayado. Apagaron y cerraron todo el sector y lo dejaron esposado al barrote como estaba. Cuando estuvieron cerca de la salida de la comisaría, se besaron: “Adiós querida. Dijo la tenienta González. Lástima que mañana lo tengamos que soltar.”

SUELAS ROJAS (Parte XV)

Eran las 9 de la mañana del sábado ya cuando el cadete Gutiérrez le devolvió sus cosas, le hizo firmar la salida y sin más lo dejo ir. Carlos abrió el sobre con la nota y se tranquilizó: apenas las tareas para ese día: jardinería, cuidado de la casa y presentarse desnudo a las diez de la noche en el comedor, con la cena lista para tres personas. Sólo eso lo inquietó: ¿quién sería el tercer comensal? Porque no sería él, eso seguro.

Hizo todo como tenía ordenado, dejó el jardín perfecto, la casa reluciente a gusto de las señoras de la casa y la cena lista. Desnudo y con el cuerpo lleno de moretones se arrodilló al lado de la mesa a las diez de la noche en punto. Sabía que no podía fallar ni en eso: el equipamiento de Big Sister Security Services filmaba también el interior de la casa y sabía que por solo esperar en otra posición hasta escuchar la puerta los castigos que ya le esperaban por violar la confianza de sus señoras serían todavía peores. Esperó por veinte minutos, cavilando sobre lo que tendrían Diana y Dionisia pensado para él, para vengarse de su imperdonable falta y cada vez se sentía peor. Se le ocurrió vestirse y salir corriendo sin rumbo, pero ya era tarde para eso. Llegarían de un momento a otro, lo pillarían en la huida y tampoco tenía tanta fuerza de voluntad como para desobedecerlas estando presentes. Lo forzarían a quedarse con una palabra o un gesto y todo sería peor. Se sentía como un condenado a muerte en los instantes previos a su ejecución: resignado a su suerte y viendo su vida como un total fracaso.

Finalmente la puerta de calle se abrió y las señoras llegaron acompañadas de Julia, la mujer que lo había denunciado frustrando su “escape hacia la libertad”. Conversaban animadamente, riendo por lo bajo. Él se incorporó para tomar sus carteras sin decir palabra, mientras las damas lo ignoraban, salvo la invitada que miraba su desnudez despectivamente. Las tres calzaban, curiosamente, botas negras de modelos distintos. Permitieron que él les sirviera la cena y hablaron animadamente sobre ropa, perfumes y otros placeres de la vida. Pero luego del postre, empezó lo que él tanto temía.

Primero, la humillación. Lo hicieron tirar en el suelo, girar de un lado a otro, arrodillarse, volver a echarse para verle los moretones y golpes y mofarse de ellos. También del tamaño de su “cosita” y del aparato que llevaba puesto. Luego comenzó el castigo en sí, del cual también participó la señora denunciante: se sentaron en el salón lo más alejadamente posible entre ellas y el tenía que esperar el cachetazo enfrente de una de las mujeres para luego esperar que la que aplicó el golpe dijera el nombre de la siguiente, tras lo cual el iba cruzando el estar caminando de rodillas hasta la mencionada, recibir otro cachetazo y así sucesivamente, mientras ellas estallaban en carcajadas, o se burlaban o le recordaban lo “mierda” que era por haber querido denunciarlas y que ni eso le salió bien. Diana estaba particularmente indignada, y después de su tercer turno empezó a pegarle a puño cerrado, moreteándole la cara primero y luego produciéndole leves cortes. Al grito de “¡Apúrate cerdo!” Dionisia lo forzaba a ir cada vez más rápido a recibir el siguiente golpe, incluso corriéndolo con su aparato de las descargas de tanto en tanto, provocando la risa de todas. Después lo hicieron arquearse sobre un banco alto de los que se usan frente a la barra de un bar y esperar a que Dionisia venga con tres fustas que guardaban en el dormitorio principal para empezar a azotarle el trasero, de a una por ver primero, y luego las tres al mismo tiempo. Julia les decía que nunca había hecho algo así, pero que se sentía maravillosamente castigando a su “agresor”, mientras las otras la animaban a darle más fuerte. Le pegaron hasta que las marcas se transformaron en incipientes heridas y lo mandaron a limpiarse. Cuando volvió, lo obligaron a acostarse en el suelo del estar, con los brazos abiertos, y Dionisia sacó de su cartera varias agujas hipodérmicas. Con la orden de no moverse ni gritar, aunque no pudo evitar sacudirse un poco y gemir, Diana y Julia lo tomaron por las muñecas mientras la otrora sirvienta le atravesaba el pezón derecho haciéndolo sangrar, mientras él se revolvía de dolor y ellas se reían. Luego Dionisia relevó a Diana, y ésta se ocupó de hacer lo mismo en el pezón izquierdo del traidor. Dejándolo con las agujas puestas, las señoras se fueron a sentar a los sillones del salón, le hicieron servir tragos y café. Le ordenaron que una por una les vaya quitando las botas y masajeándoles los pies, para distenderse y acabar su noche placenteramente.

Luego Julia se despidió agradeciendo sentidamente a sus anfitrionas por el muy buen momento que le hicieron pasar y la experiencia vivida. Y para acabar, Diana, trasuntando su enojo aún pero de modo más calmado, le ordenó: “Ahora te vas a tu galponcito, tomas tu cuaderno y escribes mil veces: ‘No debí faltar nunca a la confianza de las Señoras Diana y Dionisia y lo pagaré caro.’ Y no te quitas la agujas hasta que acabes. ¿Entiendes imbécil?” “Sí Señora Diana.”, contestó el, con máxima sumisión no solo de palabra, sino de todo corazón. “Bien. Mañana lo quiero encontrar escrito, vuelve a dejar el cuaderno en esta mesa. Y ni se te ocurra quitarte las agujas antes, Big Sister nos cuenta todo.” Y junto con Dionisia se retiró.

Él después de volver a dejar todo en perfectas condiciones se retiró a cumplir la humillante tarea escrita, con todo el cuerpo golpeado y magullado, el frío e hiriente metal atravesándole los pezones y muy inquieto por lo que todavía tendría que afrontar a futuro: lo que la implacable Diana le anunciaba con la última parte de la frase que le obligaba a escribir una y otra vez no podía ser solo una amenaza vacía: el sabía que lo iba a pagar caro, pero aún no sabía como.

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé.

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