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SUELAS ROJAS XIII

SUELAS ROJAS (Parte XIII)

El domingo pasó lleno de tareas domésticas, pero sin novedad.

El lunes Carlos volvió al trabajo de oficina, sin ánimos y muy demacrado. Los compañeros le preguntaban qué le pasaba, aunque no insistían mucho porque él era muy reservado y también porque Diana jamás lo había dejado hacer verdaderas amistades. Pero pasaban los días, y ante la insistencia de uno de ellos, que era muy atento con todos, cuando estuvieron solos, le contó a regañadientes y con muy poco detalle lo que estaba sufriendo, con la promesa de que el otro no diría nada a los demás. “Tienes que denunciarlas.”, le dijo el otro, convencido. “Es la única solución que tienes. Acabarás mal sino lo haces.” “Pero es que yo todavía la amo.”, contestó Carlos, dolido. “Ella a tí no, está claro. Y no se como no te has ido ya. Pero ya han llegado demasiado lejos. Yo mismo he notado que más de una vez has llegado golpeado. ¿Tú has devuelto los golpes?” “No, no sería capaz.”, respondió él. “Pues toma valor y aunque sea algo vergonzante para un hombre, ve a la policía y haz la denuncia. Podrás salir de la situación, aunque no acaben condenadas.”, insistió el comedido.

Eso fue un miércoles. Carlos caviló todo un día, mientras los maltratos siguieron y el jueves al salir del trabajo, aún sin estar del todo convencido se dirigió a la comisaria cercana a su casa a realizar la denuncia. La retiraría apenas pudiese dejar la casa con dignidad, a pesar de todo no quería ni pensar en que le caiga un castigo a su amada Diana, ni tampoco a Dionisia, pero pensó que la situación ya había llegado demasiado lejos.

Entró en el destacamento policial y lo atendió un joven cadete, de unos veinte años o poco más, lo que lo hizo sentir incómodo: desnudar situaciones tan íntimas ante un jovencito, pero se había prometido a sí mismo llevar a cabo la denuncia y finalmente se animó a decir: “Vengo a hacer una denuncia por maltrato.”

– “¿Maltrato a alguna mujer que usted conoce?”, preguntó el jovencito.

– “No, a mí.”, dijo él.

– “Está bien, solo le preguntaba porque las denuncias sobre violencia de género se toman preferencialmente. Va a tener que esperar que me desocupe y luego lo atiendo.”, le contestó secamente.

Carlos pensó más de una vez en levantarse e irse, pues estuvo más de una hora sin que el muchacho le dijese más nada. Pero finalmente se quedó, porque pensó en lo que le harían sus dominadoras por haber tardado de más sin una explicación plausible, y sin la defensa de una denuncia ante la policía que, esperaba, le permitiese salir de la opresión a la que estaba sometido.

– “Buenas tardes señora comisaria.” dijo de pronto el jovencito cadete poniéndose de pie y haciendo la venia apenas una mujer uniformada que tendría casi unos cincuenta años entró desde la calle.

– “Buenas tardes cadete.” Contestó la mujer alta, de cabello rubio y corto, ojos claros y aspecto marcial.

– “El señor está esperando para hacer una denuncia de maltrato sobre su persona.” dijo él, señalando a Carlos.

– “Atiéndelo tú, que yo tengo otras cosas.”, dijo ella, despectiva, sin saludarlo, mirándolo casi con desprecio.

Ella pasó a su oficina y el joven lo hizo acercar a su escritorio para tomarle declaración.

Carlos dio sus datos, los de sus dos dominadoras y relató los hechos con mayor o menor nivel de detalle según se animaba o se avergonzaba. Finalmente, el joven le dio a leer el escrito para que si era correcto, lo firmase. Él encontró apenas dos detalles en la redacción que el cadete corrigió conforme a lo que el indicó, y luego lo firmó. Había pasado aproximadamente otra hora más.

Cuando estaba por pedirle que le diese una copia de la denuncia para llevarla con él, pensando que había terminado el trámite, el joven dijo: “Vuelva a sentarse allá y aguarde que salga la comisaria Arias a firmar el recibo de la denuncia.”

A los diez minutos el teléfono móvil de Carlos comenzó a sonar, y él lo apagó de inmediato. Incluso pensó cómo habían tardado tanto en llamarlo. Tal vez habrían vuelto a la casa y no lo encontraron. ¿Qué estarían pensando las dos mujeres que lo tenían cuasi cautivo? ¿Qué le dirían cuando se enteraran de lo que había hecho? Esperaba que la denuncia lo protegiese, pero ahora estaba casi arrepentido de haberla hecho. Seguía en la misma confusión que tenía desde que Diana lo humilló hasta convertirlo en su sirviente haciéndolo prometer que haría lo que sea para seguir junto a ella. Y él ahora estaba quebrantando ese juramento… pero los maltratos… se justificaba ante sí mismo.

Tras otra larga media hora de espera la comisaria Arias salió de su oficina y el cadete le acercó el escrito con la denuncia para que lo lea y firmase. Ella lo hizo con detenimiento y atención, y finalmente lo firmó. Pero quiso que el cadete buscara otra denuncia que había recibido en la semana: “Busca una denuncia del lunes, que una mujer decía ver un hombre exhibiéndose desnudo y mira si los domicilios son cercanos.”

Carlos pensó que eso podía avalar su denuncia, pero al mismo tiempo se puso nervioso porque la mujer quisiera verificar eso antes de darle su copia y poder irse de allí con ese elemento para defenderse… “Mire comisaria…” Dijo el joven cadete, mostrando que las casas en cuestión estaban en la misma manzana, y que probablemente las dos denuncias estuvieran conectadas. “De modo que… ¡este es el señor exhibicionista que estábamos buscando¡”, concluyó ella. “Espósalo y llévalo a la sala de indagatorias, que yo lo veré allí.”, acabó diciendo y se volvió a meter en su oficina.

– “De pie y con las manos atrás.”, le dijo el cadete policial a Carlos.

– “Pero es que yo no he hecho nada, a mi me han obligado como te conté.”, respondió él desesperado, viéndose en peor posición que antes y lamentando haber ido a hacer la denuncia.

– “Eso lo dirá la justicia, yo debo cumplir órdenes, no me complique las cosas.”, dijo el joven, malhumorado.

Y Carlos obedeció. El cadete le esposó las manos atrás, lo llevó a una sala en que la puerta solo se abría desde fuera y lo sentó frente a una mesa en una silla fijándole las esposas al respaldo. Él estuvo por pedirle que le quitara las esposas, que no haría nada por escaparse ni por evadir la justicia, pero se dijo que sería en vano, por lo que se quedó callado.

Tras de media hora de estar sólo e inmóvil entró la comisaria Arias y otra mujer de unos 35 años, también rubia y de ojos claros, pero con cabello suelto y de estatura mediana. Al igual que la comisaria vestía uniforme azul de pies a cabeza y borceguíes negros. Ambas portaban sus armas reglamentarias en la cintura.

La comisaria tomó la palabra: “Vamos primero a la parte formal: Señor Bermúdez está usted detenido preventivamente según los términos del artículo 99 de la ley 27085, conocida como ley contra la violencia de género por presunta violación del artículo 15 de la misma ley, que prohíbe las exhibiciones obscenas de masculinos. Según el artículo 105 de la misma ley se notificará a la acusadora para que lo identifique y según el artículo 108 se notificará a las mujeres mayores de edad convivientes con usted para que soliciten a la justicia las medidas precautorias convenientes para no ver afectada su seguridad física y emocional. Quedará incomunicado hasta tanto se cumplimenten estos procedimientos. Luego se le permitirá comunicarse con un abogado que usted designe o se le asignará uno para su defensa. ¿Entiende usted esto?” “Si señora comisaria.”, respondió el sumisamente, mientras ella lo miraba con evidente furia y la tenienta González como quien mira a un insecto.

A continuación la comisaria se sacó el arma de la cintura y la apoyó sobre la mesa justó frente a él, golpeándola contra el mueble con fuerza. Él se aterrorizó. Ella lo tomó por la nuca y diciéndole: “¡En esta comisaría estamos cansadas de depravados como tú! ¿Quién te manda a pasearte en pelotas por el jardín, mierda? ¡Espero que confieses rápido o la vas a pasar mal!”, le azotó la cara dos veces contra la mesa, dejándole un hematoma en la mejilla. Luego tomó su arma y le pegó dos culatazos en la cabeza, haciéndolo sangrar en el cuero cabelludo y dejándole un chichón en la frente. Carlos ni dijo nada, y empezó a llorar. Otra vez había caído en el lugar equivocado.

En menos de una hora él había confesado que se había paseado desnudo por el jardín por su propia voluntad, que el “aparato” que llevaba puesto era por un juego sexual que había comenzado por iniciativa propia rogándole a su mujer para que lo consintiera y además de esa confesión había firmado otra acta declarando que de entrada a la sala de indagatorias se había tropezado y golpeado la cabeza y el rostro contra una mesa. Las dos avaladas por la comisaria Arias, la tenienta González, una especialista en cuestiones de violencia de género y el cadete Gutiérrez como testigos. Luego, el cadete le hizo los primeros auxilios y la tenienta González lo llevó a una mínima celda dentro de la comisaría sin siquiera sacarle las esposas. Ni se animó a decir nada ni a quejarse por nada. Tomó agua como pudo de la canilla que había en la pileta y no tuvo nada para comer. Al rato apagaron todas las luces y cerraron la puerta del sector, en el cual estaba solo. Llorando. Y pensando con terror en lo que dirían y harían Diana y también Dionisia cuando se enterasen.

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé.

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