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SUELAS ROJAS X

SUELAS ROJAS (Parte X)

La noche del viernes Dionisia lo despidió triunfante: “Mañana ya sabes: desnudo y pasas por la cocina a ver si estoy. Si no, a la misma tarea que el sábado pasado, que yo ya te iré a controlar. Y por cierto, no iba a quedar tu insolencia de anoche sin castigo: de ahora en más solo recibirás la mitad de la paga.”

La miseria que las señoras “generosamente” le daban ahora solo le alcanzaría para el viaje y un yogurth como mucho, pero Carlos sabía que no podía ni siquiera amagar una queja, o las mujeres pondrían aún peor las cosas para él. Solo agachó la cabeza y se fue en silencio a su improvisado dormitorio.

La mañana siguiente hizo como la joven había ordenado: no la encontró en la cocina y, desnudo como estaba, empezó con su tarea de jardinería. El verano estaba cada vez más cercano y amanecía antes, por lo que pensaba aún más en que lo pudieran ver, y hasta le pareció ver a alguien en la misma ventana que el sábado pasado, pero cuando quiso mirar solo vio una larga cabellera rubia que salía del cuadro de la ventana y nada más. Dionisia y su fusta irrumpieron a eso de las 9 y le imprimieron más ritmo a su trabajo. Sin dudas, la joven lo tornaba más eficiente con su agresiva supervisión. Todo transcurrió más o menos igual que el sábado anterior, salvo porque el ya sabía las cosas que no debía decir y las actitudes que no debía tener. Poco a poco ellas lo iban condicionando cada vez más y él se tornaba más proclive a obedecer y menos afecto a la rebeldía.

A mediodía luego de hacerlo cocinar y servirle el almuerzo, Dionisia lo sometió a una hora de actividades centradas en sus bellos pies. Luego le dijo: “¡A dejar impecable toda la casa ahora! Pero hoy no te vestirás. Te tengo una sorpresa para luego de que haya descansado un poco.” Molesto por tener que seguir andando desnudo, lo que lo hacía sentir menos persona y más animal, e inquieto por lo que vendría luego de la siesta, que no sería nada bueno para él, Carlos se esmeró en dejar la casa brillante por dónde se la mire.

A las dos horas la supervisora de sus tareas domésticas apareció, imponente desde su metro ochenta, más lo que generosamente le agregaban los tacones de las altas botas negras con suelas rojas que calzaba, un vestido de tul negro con capas de tela que se superponían unas a otras, sin breteles y con una falda que llegaba a la mitad del muslo. Y en la mano izquierda, un aparatito alargado con mango negro y extremo rojo. “¡Mira a tu nuevo amigo! ¡Ja ja ja ja ja! ¡Qué bien nos la pasaremos con él!” El sometido miró el aparato sin entender bien todavía de que se trataba, más como había aprendido, lo mejor era callar y no preguntar nada. Siguió fregando el piso del estar apenas Dionisia no pareció requerir más su atención, pero ella se acercó por detrás y de repente un shock eléctrico lo sacudió dejándolo tieso por un instante. La risotada de la joven volvió a sonar, exultante y eufórica: “¡Ja ja ja ja ja! Ya sabes, nada de dejar ni una mota de polvo, porque si no tu ‘amigo’ tendrá que corregirte. ¿Entiendes?” “Sí Señora Dionisia.” contestó él, apenas pudo recuperar el habla. Ella se puso a mirar televisión y a charlar por teléfono con amigas, pero cada tanto buscaba a Carlos, que iba limpiando cada ambiente de la casa, y sin mediar palabra le aplicaba las descargas, para festejarlas con sádica risa. Tras las primeras, él se aterrorizaba apenas escuchaba los pasos tras de sí, más sabía que resistirse o siquiera hacer un ademán de defensa solo le traería cosas peores, así que no tenía más remedio que moverse lo menos posible, contrariando sus reflejos, para evitar que la bella joven interpretara que de algún modo se rebelaba.

Luego llegó Diana, pero ni lo saludó, y pronto las dos partieron a disfrutar la noche. Él comió algo y se fue a dormir enseguida, cansado por las tareas y las tensiones, y completamente derrotado.

CONTINUARÁ…

Autor: Esclavo josé

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