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LA ISLA

El hombre dijo escuetamente a la mujer:

– Mañana iremos a la escuela, donde comenzarás tu aprendizaje.

– Como tú dispongas, mi Señor.

La pareja salió de la cafetería, donde acababan de desayunar y se alejó paseando tranquilamente por las Ramblas barcelonesas. La mañana siguiente salió bastante fresca para la época del año en que estábamos.
Luis, un joven de 24 años, alto y de rebeldes cabellos negros, salió de la casa acompañado por Azucena, una preciosa muchacha rubia, tan alta como él y tres años más joven. La chica llevaba una bolsa de viaje colgada del hombro. El joven compró cigarrillos en un kiosko y seguidamente los dos se encaminaron hacia la parada de taxis más próxima.

– ¡Buenos días, al aeropuerto, por favor!

– Buenos días. ¿Vamos por la Ronda o atravesamos la ciudad?

– Como quiera… no tenemos prisa. Nuestro avión sale a media mañana.

Durante la media hora larga que duró el trayecto, el taxista y Luis conversaron de cosas intrascendentes, extrañándole al primero que la atractiva joven que era su pasajera, no despegara los labios en ningún momento. Frecuentemente desviaba la mirada al interior del coche sirviéndose del espejo retrovisor para observarla, pero no comentó nada al respecto.
El viaje a una pequeña y recóndita zona de un país centroamericano en el avión, resultó agradable y sin contratiempos. Allí, Luis alquiló un coche y en él recorrieron los 40 kilómetros que separaban la ciudad de la costa. Cuando desde arriba, todavía en la carretera, enfilaron un pequeño y serpenteante camino que bajaba a la playa, Azucena vislumbró un helicóptero que parecía esperarlos a ellos y que mantenía el rotor en marcha.
En unos pocos minutos, el coche se emparejó con el helicóptero. Luis detuvo el vehículo, pero dejó el motor en marcha.

– ¡Hola! ¿Es usted a quién esperamos, no? -gritó el hombre de los dos que esperaban en el helicóptero que ya había echado pie a tierra, haciéndose oír a duras penas por encima del ruido de las aspas.

– Sí, soy yo. Las llaves del coche están puestas y en la guantera tienes el contrato de alquiler y la dirección de la compañía. -De acuerdo. ¡Ya nos veremos!

– Seguro. ¿Cómo te llamas?

– Francisco, para servirle.

Luis y la chica subieron sin más preámbulos al aparato volador y éste, una vez dejó alejarse al coche algunos metros, se elevó encaminándose en dirección sur-sureste. El piloto, un hombre joven, al igual que el que se encargaría de devolver el vehículo alquilado, de amplia y fácil sonrisa y pequeño y recortado bigote negro, se presentó a sus pasajeros.

– ¿Qué tal? Me llamo Luis Carlos García, pero todos me llaman García. En poco más de una hora llegaremos a la isla.

– Encantado. Yo también me llamo Luis y ésta es Azucena.

– Muy buena la potrilla. Ya me dejará montarla alguna vez.

– Por supuesto, así será.

A Azucena, callada respetuosamente desde el principio, se le endurecieron los pezones al oír a los hombres referirse a ella como a un animal, como a una verdadera yegua… como si fuera ganado. El sol brillaba con fuerza y el cielo, de un inmenso azul claro, aparecía repleto de blanquísimas y algodonosas nubes. De repente, sin avisar y a un brusco viraje del aparato, se hizo visible ante sus ojos su destino: La Isla.

García pilotó el helicóptero con maestría hasta la azotea de una construcción de dos plantas, enteramente construida en piedra y allí lo posó. Los ojos de Azucena se agrandaron al contemplar las escenas que allí se sucedían.

Nada más posarse el helicóptero vio a varias mujeres, cuyas edades oscilarían entre los 18 y los 35 años, que daban vueltas en una pista de arena de forma circular, sincronizadamente y a buen ritmo. Levantaban las rodillas lo más alto posible y llevaban un bocado entre los dientes, del cual pendían unas largas riendas, que en manos de una instructora, les marcaban el paso a seguir.

También llevaban una mochila sujeta a la espalda cargada con piedras con el peso, más o menos habitual de una persona (luego sabría Azucena que a las destinadas a ser montadas por una persona gruesa, se les aumentaba el número de piedras y por consiguiente el peso a soportar). Eran ejercitadas completamente desnudas. García paró el motor del helicóptero y enseguida les conminó a seguirlo.

Azucena, girando rápidamente la cabeza, aún tuvo tiempo de distinguir a lo lejos y en dirección opuesta a la pista circular de entrenamientos, otra escena que la excitó. A buena velocidad se acercaba un carro ligero ocupado por dos personas, del que tiraba desnuda una inmensa y joven mujer de raza negra…

Bajaron rápidamente unas escaleras de piedra que descendían en espiral desde la terraza y enseguida se encontraron en el interior de la casa. Allí pudieron observar el lujo y la armonía, así como la peculiaridad con que estaban decorados sus pasillos y estancias.

Grandes y mullidas alfombras verdes cubrían la totalidad del suelo. Moqueta de suave terciopelo en las paredes y varias y preciosas muchachas desnudas, adornaban los rincones en diferentes e inmóviles posturas. Unas hacían las veces de bonitos jarrones vivientes sujetando inmensos ramos de flores entre sus brazos, otras eran paragüeros y perchas donde había algunos sombreros colgados…isla1
Llegaron ante una gran puerta de roble macizo y García, llamando antes a ésta con los nudillos, la abrió, franqueándoles el paso. La estancia que se ofreció a sus ojos era circular, su suelo estaba cubierto por completo con una alfombra de varios centímetros de espesor, de color verde hierba.
Grandes ventanales distribuidos por casi todas las paredes dejaban pasar la luz del sol a raudales. Al igual que en los pasillos, había también mobiliario femenino viviente.

Al fondo estaba ubicada una enorme mesa escritorio llena de papeles, carpetas, un ordenador y material de oficina y detrás de ella se encontraba una mujer de edad indefinible, de bonitos ojos verdes defendidos por unas ligeras gafas y encantadora sonrisa.

– ¡Adelante, pasen…, y por favor, tomen asiento!

La mujer los recibió cordialmente y dando una palmada en el aire al mismo tiempo. Inmediatamente, dos de las chicas que se encontraban en la habitación en posición de firmes, acudieron a la mesa y se pusieron a cuatro patas a modo de asientos. García ya se había excusado y marchado hacía breves momentos.

Al llegar a la mesa y antes de tomar asiento sobre las espaldas de las muchachas desnudas, pudieron observar que su amable anfitriona también ocupaba una singular silla, o más bien diríamos un sillón, pues se sentaba sobre la espalda de otra mujer de unos 40 años, de gran melena y abundantísimas y generosas carnes (debía de ser muy cómoda, pensó Luis para sus adentros).

– Bueno… ¿Es usted Luis, no? Le esperábamos algo más tarde. Yo me llamo Ginebra Wuestrewan. Pero pueden llamarme simplemente Ginebra.

La administradora de la isla se presentó levantándose y estrechando la mano de su huésped, sin dirigir ni una sola mirada a Azucena.

– Sí, así es. Ella se llama Azucena y como concertamos, quiero que se la entrene en todas las modalidades existentes para pony-girl.

– Así será, por supuesto. Pero ahora, si le parece, podemos salir a ver las instalaciones de La Isla y le iré explicando nuestros métodos y condiciones…

Luis asintió. Ginebra habló en una lengua desconocida para él unos segundos por un intercomunicador y en breves momentos hizo su aparición en la sala una mujer rubia vestida de amazona, con unos ajustados y blancos pantalones de montar, que se hizo cargo de Azucena con un: “¡Tú, sígueme!”.

Azucena miró por espacio de un latido de corazón a su Dueño, excitada pero algo asustada. Luis la besó fugazmente en los labios y asintió con la cabeza. Ginebra vio la escena y sonrió casi imperceptiblemente, pero a la rubia amazona no le hizo mucha gracia. Después, Azucena tendría tiempo de sobra de comprobarlo. Después de que hubieran desaparecido Azucena y su instructora, la administradora y Luis salieron fuera.

Allí ya les esperaba un carro de dos asientos, al cual estaban enganchadas dos mujeres de formas opulentas completamente desnudas, a excepción de los arreos, aparejos y correas que las unían al mismo.

– Suba, por favor. La extensión de La Isla y sus dependencias son muy grandes para recorrerla a pie.

Ya instalados en el carro, Ginebra tomó las riendas y chasqueó el látigo rozando las expuestas nalgas de las pony-girls. Éstas se pusieron inmediatamente en marcha.

– Fíjese, Luis, estas son Brigit y Rebecca. En un par de días nos dejarán. Vendrán sus dueños a recogerlas. Ya han finalizado su adiestramiento por completo. Brigit pertenece a un hacendado mexicano y cuando llegó aquí su carácter era rebelde e intolerable. Ahora obedece cualquier orden al más mínimo gesto. Rebecca era más dócil y obediente, pero su capacidad de esfuerzo y resistencia dejaban mucho que desear…

– Ahora es capaz de tirar de un carro con personas ella sola durante horas y se la puede cabalgar a un ritmo rápido y constante también durante horas.

Luis, conforme Ginebra hablaba y con el suave balanceo del vehículo, se había ido excitando paulatinamente. El bulto debajo de su pantalón así lo constataba. La mujer no dijo nada al respecto, pero no pasó desapercibido a sus ojos. Llevaban recorridos varios minutos y los ojos azules de Luis iban de un lado a otro intentando no perderse nada.

De repente, Ginebra tiró de las riendas hacia la derecha y las pony-girls obedecieron de inmediato. Se acercaban a una construcción de madera, que constituía los establos.

– Vamos a visitar las cuadras donde duermen las pony-girls, donde a partir de ahora dormirá Azucena por espacio de tres meses.

Deteniendo el carro en la puerta, Ginebra descendió de él e invitó a Luis a hacer lo propio. Entraron en el amplio edificio (desde fuera no parecía que fuese tan grande) y lo primero que vio Luis fue que el suelo estaba cubierto casi por completo de paja.

Luego, desviando la mirada, se encontró con los diferentes receptáculos donde dormían las pony-girls. Casi todos estaban desocupados. Tan sólo en cuatro, de los numerosísimos que existían, había mujeres.

Todos eran individuales y constaban solamente de las paredes desnudas y un abrevadero de piedra al fondo lleno de agua. También había dos pacas de paja que podrían servir posiblemente de banco.

isla2En el suelo, paja suelta esparcida descuidadamente. Se acercaron a uno de los que estaban ocupados y Ginebra descorrió el cerrojo para pasar dentro.
Allí tumbada en el suelo y desnuda, descansaba una mujer que rondaría los 33 años, de grandes y abultados pechos y con una marca grabada a fuego en su nalga derecha que rezaba “Propiedad de la Casa”.

Cuando la pareja entró en su receptáculo, se puso a cuatro patas y se acercó a Ginebra restregándose contra sus piernas y moviendo el culo demostrando así su alegría al verla. Ésta le acarició brevemente la cabeza y sonriendo, se dirigió a Luis:

– Aquí tiene a Lucía, muy obediente y sumisa. En tiempos fue algo parecido a mi novia…

La administradora dio un azote con su mano a Lucía en el culo para que volviera al rincón. Ésta así lo hizo y siguió a cuatro patas mirando sin parpadear cómo volvían a cerrar el cerrojo y daban la vuelta para salir. En su cara se dibujó un rictus de desilusión.

– Si se fija, en las vigas del techo existen unos calefactores que despiden aire caliente, para que en el invierno dentro de los establos se consiga una temperatura adecuada. En el piso de arriba tenemos unos cuartos embaldosados donde con una manguera se lava a las pony-girls. También existen argollas empotradas en las vigas para suspender a la que ha cometido alguna infracción grave y azotarla cuando los establos están llenos para que sus compañeras oigan y presencien el castigo.

En vez de salir al exterior, Ginebra condujo a su huésped más al interior de los establos, hasta llegar a una puerta disimulada al fondo de los mismos.

– Por si alguna vez viene por aquí y tiene ganas de salir a montar un rato y no se encuentra cerca alguna instructora, aquí se guardan los aparejos de equitación. ¡Por supuesto puede elegir cualquier pony-girl que se encuentre aquí en esos momentos, excepto las que lleven visible un lazo azul alrededor de su cuello! Ésas no se montan indiscriminadamente por deseo expreso de sus propietarios. ¿Quiere que a su potrilla se le asigne uno?

– No creo que sea necesario -contestó él, dándose cuenta perfectamente que era lo que Ginebra esperaba oír.

Traspasando la citada puerta, se encontraron con una habitación en la que había colgadas de las paredes infinidad de fustas, riendas, bocados, mantas y demás objetos relacionados con la equitación. También, sobre barras de madera horizontales, que se apoyaban en otras verticales empotradas en el suelo, descansaban varias sillas de montar de todos los tamaños y colores. Volvieron sobre sus pasos y, tras cerrar la puerta disimulada a su espalda, se encaminaron en dirección a la salida.

Cuando pasaron delante de las celdillas en que había pony-girls, éstas relincharon excitadas esperando que las ensillaran para salir a pasear. Ginebra, sabiendo bien lo que pasaba, saludó a las pony-girls diciendo: “¡Tranquilas, pronto saldréis!”. Subieron de nuevo al carro, donde las mujeres de tiro esperaban pacientemente y girando hacia la derecha rodearon los establos llegando a su parte posterior.

Allí, Ginebra bajó y abrió la portezuela de madera que franqueaba el paso a un recinto de tierra de unos 200 metros cuadrados. Dicho recinto estaba vallado con una cerca también de madera. En el suelo se habían esparcido varios metros cúbicos de grava y existían unos postes clavados, a los cuales se había engarfiado unas barras de metal en posición horizontal. Dichas barras podían girar alrededor del poste, como en un tíovivo.

De nuevo, la administradora subió al carro y lo condujo hasta la cercanías de uno de los postes. En éste se encontraban varias mujeres jóvenes a cuatro patas, con una silla de montar sujeta a sus espaldas dando vueltas sin cesar alrededor del poste.

– Este es nuestro carrusel particular y es muy divertido, pero no es esa su finalidad propiamente dicha. Aquí las pony-girls se acostumbran a caminar sobre manos y rodillas ante cualquier superficie. De ahí que vea grava y piedrecillas esparcidas por el suelo. Con el tiempo, sus manos y rodillas se encallecen y es posible montarlas por cualquier tipo de camino o superficie.

Luis sonrió y no dijo nada, pero aprobó en su interior la idea, pareciéndole muy acertada.

Su Azucena saldría de allí convertida en una verdadera yegua.

Dieron una vuelta completa al recinto en el carro y salieron de él. Ahora, Ginebra condujo a las chicas en dirección Este. Recorrieron algunos kilómetros, alejándose de las edificaciones y subiendo y bajando algunas lomas, llegaron a un pequeño lago rodeado de hierba, de poca profundidad.

El carro se internó en él, deteniéndolo la conductora en su centro geométrico más o menos.

Aunque el tiempo era bueno, la temperatura del agua no era precisamente alta. Con el carro detenido en medio del lago y las piernas y pies desnudos de las pony-girls sumergidos en él, Ginebra explicó a Luis que el vadear ríos y lagos pequeños también era parte de los ejercicios de entrenamiento de las chicas.

Debían aprender a soportar los cambios bruscos de temperatura con facilidad y estoicismo. El agua les llegaba hasta las nalgas, cubriendo parte de ellas.

Ginebra sacó una pitillera y le ofreció un cigarrillo a su huésped. Luis tomó uno y ambos encendieron, fumaron despacio deleitándose con el humo y el fresco aire del día.

Cuando acabaron, Ginebra azuzó nuevamente a las pony-girls con el látigo y el carro arrancó veloz, salpicando agua a su alrededor.isla3

De nuevo se dirigieron a la casa principal llevando a las chicas al galope. Pese a que la distancia que los separaba era de varios kilómetros, el carro se plantó ante ésta en breves minutos.

La tersa piel de las “yeguas” brillaba por el sudor que resbalaba en grandes ríos por sus espaldas, culos y muslos. Cuando llegaron y Ginebra detuvo el carro tirando de las riendas, Luis observó que la respiración de las mujeres de tiro no era lo agitada que esperaba que fuera. No parecían cansadas en modo alguno. Su preparación era extraordinaria.

– Venga, por favor, le voy a enseñar los aposentos y dependencias de la vivienda -Ginebra le habló a su cliente, dando unas palmadas en las cabeza y nalgas de las mujeres enganchadas al carro- Nos esperarán aquí hasta que salgamos, la visita a parte de La Isla no ha terminado y ellas lo saben…

Una de las “yeguas” relinchó cabeceando en sentido afirmativo. La cantarina risa de Ginebra se dejó oir durante algunos segundos. Ginebra precedió a Luis y condujo a éste desde el hall trasero de la casa, por donde habían entrado a través de un pasillo estrecho pero muy iluminado, hasta una vasta sala de usos múltiples de forma circular, al igual que su despacho.

– Aquí es donde los huéspedes de la casa, que siempre suelen ser muy pocos, vienen en días muy fríos a tomar una copa o jugar alguna partida de ajedrez o billar.

– ¡Hombre, a mí me gusta mucho el ajedrez! -comentó Luis mirando en derredor y viendo que al fondo de la sala había dos jugadores enzarzados en un partida.

Los jugadores se sentaban sobre el lomo de dos mujeres desnudas, como deben estar todas las esclavas de La Isla, que a cuatro patas intentaban mantener la espalda lo más recta posible y la posición inmóvil. El tablero de juego también reposaba sobre la espalda de otra mujer a gatas.

Una cuarta, de rodillas y a la derecha del jugador que conducía las piezas negras, era la encargada de sostener un cenicero en cada una de sus manos. En una bandeja de plata que pendía de unas cadenillas enganchadas a los aros que perforaban sus pezones y sostenían sus pechos, portaba varias cajetillas de cigarrillos y encendedores, así como bebidas.

Ginebra invitó a jugar una partida antes de marcharse a Luis, que aceptó encantado. Se adentraron en la gran sala y llegaron al fondo, donde saludaron cordialmente a los otros huéspedes. Después la recorrieron en su totalidad, acabando por fin en un rincón donde existía una barra de bar.
Dentro de la barra una preciosa jovencita que la atendía les preguntó respetuosamente qué deseaban tomar. Ambos pidieron algo refrescante.

Ya sentados sobre la espalda de dos mujeres, Ginebra explicó a Luis, que cuando se jugaba al billar, por ejemplo, se tocaba una campanilla y una chica aparecía al momento para recoger las bolas y volver a colocarlas cuando hiciera falta y que las carambolas se anotaban en otras dos chicas con pinzas de madera que se sujetaban a sus pechos.

Había pinzas de varios colores. También explicó que cualquiera que estuviera en la sala, ya bien en el billar, ya en las “mesas” de ajedrez, ya en otras que existían en varios puntos y que tenían al lado revisteros o en cualquier otra parte, con dar una palmada al aire se le acercaba inmediatamente una solícita muchacha vestida sólo con cofia y delantal y altos zapatos de tacón y le llevaba la bebida u otra cosa que hubiesen solicitado.

Ginebra, al llevar falda, se había sentado en el “taburete” de lado, con las piernas cruzadas y con sólo girar un poco su torso y cuello, podía mirar hacia la espaciosa sala multiusos, pero Luis lo había hecho a horcajadas sobre la espalda de la chica-taburete y de cara al bar.

Así que mientras Ginebra hablaba, no tuvo más remedio que levantarse y volver a sentarse como estaba, pero mirando al revés. Volvieron a pedir de beber de nuevo y encendieron cigarrillos. A Luis aquella situación le era muy agradable y excitante, cosa que no pasó desapercibida a Ginebra.
Apuraron sus copas y salieron de la estancia. Ahora ella lo condujo hacia la parte de arriba. La casa era muy grande, pero sólo contaba con dos pisos de altura, la terraza y un sótano que tenía de superficie el doble que las demás plantas.

– Vamos a conocer las habitaciones de los huéspedes. Luego, si quieres, iremos a la mía…

En el piso alto había infinidad de puertas y cada una de ellas daba a un dormitorio con baño completo. En esta época del año sólo había ocupados cuatro dormitorios.

Éstos constaban de una gran cama con dosel pegada a una de las paredes, una mullida alfombra en el suelo y grandes ventanas de doble hoja, una pequeña mesilla de noche al lado derecho de la cama y un gigantesco armario empotrado, donde Ginebra comentó que además de ropa, se guardaban varios látigos o varas, por si a algún huésped le apetecía jugar por la noche con la esclava personal que se les asignaba a cada uno cuando llegaban allí para pasar algún tiempo. También existían espejos en el techo…

– Vaya si me gustaría pasar aquí algún tiempo! -exclamó Luis- Pero por desgracia tengo que volver mañana mismo a Europa.

– En lo de quedarte aquí no hay ningún problema. Puedes venir cuando quieras, aunque no matricules a ninguna “pony” -le respondió rápidamente Ginebra.

Ginebra había simpatizado enseguida con el joven y se dio cuenta de que también le atraía como hombre. Era la primera vez que no lo trataba de usted y el joven también se dio cuenta enseguida. Más tarde sabría Luis que a los clientes cualquier mujer de la casa, incluida Ginebra, tenían prohibido tutearlos por deseo expreso del propietario de la isla, Don Servando. Cosa que le hizo saber antes de abandonar la isla.

– Gracias, eres muy amable conmigo -le sonrió Luis con su encantadora y fácil sonrisa.

– En cuanto a que tienes que irte no puedo hacer nada, pero por supuesto tengo preparada una “pony” entrenada para ti. No puedo consentir que mientras Azucena permanezca aquí, carezcas de montura en tu vida cotidiana. ¿Quieres ir a verla ahora mismo?

– De acuerdo. Me parece bien.

Salieron de la habitación y de camino hacia la planta calle, pasaron por delante de una puerta con dos hojas de vaivén. Ante la mirada interrogativa de él, su acompañante se paró y le invitó a entrar.
Allí había una mujer completamente desnuda, como era habitual, con una navaja de afeitar en la mano rasurando a un hombre joven. Este le acariciaba mientras tanto los muslos y le metía mano en el culo y en esa parte que las diferencia de los varones.
La mujer cumplía con su tarea, impasible y con sumo cuidado y veneración. Sabía que después el hombre le haría el amor encendidamente.

– ¿Qué tal, Don Luis? -saludó el hombre que se dejaba afeitar, que no era otro que García.

– Muy bien, creo que volveré antes de lo previsto. En cuanto a Azucena, puedes montarla cuando quieras o cuando Ginebra estime que está preparada.

– ¡Veo que os hicisteis amigos durante el viaje! -comentó Ginebra, para después explicar a Luis que allí era donde varias esclavas atendían la higiene personal de los huéspedes.

Además de sillones de barbero, había también grandes bañeras con hidromasajes, instrumentos para manicura y pedicura… Volvieron a salir de la casa sin terminar de ver todas sus dependencias. Salieron por la parte de atrás para subir al carro donde Brigit y Rebeca los esperaban estoicamente.

Una vez instalados en los asientos, Ginebra hizo uso del látigo sobre las grupas de éstas y el carro arrancó veloz en dirección a los establos.
La mujer-pony que había elegido Ginebra para sustituir a Azucena mientras durara la estancia de ésta última en la isla, se llamaba Gloria. Gloria era una polaca exuberante de más de metro ochenta de altura, de grandes y bien formados pechos de sonrosados pezones atravesados por anillas doradas, muslos macizos semejantes a columnas de mármol y prominente y generoso culo.

Tenía también perforados los labios vaginales y el hueso de la nariz. En estos últimos exhibía con orgullo unos aros de plata. La esclava rondaría los treinta y ocho años y era de las más veteranas en la isla. Llevaba tanto tiempo haciendo de yegua y caminando a cuatro patas que la curva de su espalda semejaba el lomo de un caballo verdadero. Su lomo se hundía bastantes centímetros por debajo de sus hombros y grupa.

– Saluda al que será desde mañana y por espacio de unos tres meses tu Dueño.

Gloria levantó la cabeza hacia Luis y relinchó moviendo el culo de derecha a izquierda.

– ¿Por qué no habla?

– Aquí las “ponys” tienen prohibido hablar terminantemente y tampoco entran nunca en la casa. Ahora, cuando tú te la lleves, puedes cancelar la prohibición o no, a tu gusto. Por cierto, esta zorra, antes hablaba tres idiomas correctamente: inglés, polaco y español. Como ves, te he elegido una buena “pony”. Es resistente y dócil como pocas.

isla4Para demostrarlo, Ginebra abrió al puerta de Gloria y la sacó fuera, se subió la falda y montó a horcajadas en la gran grupa de ella. Después invitó a Luis a montar delante. El joven no se hizo de rogar y enseguida la “pony” estuvo aguantando el peso de los dos.

– Cuando quieras, ordénale que avance -dijo Ginebra abrazándose a la cintura de él.

Luis taloneó a Gloria en los muslos y ésta se puso inmediatamente en marcha. Comenzó avanzando al paso, pero conforme lo exigían sus jinetes, iba aumentando el ritmo hasta llegar a lo que casi se podría considerar un galope. Hacía tiempo que Ginebra no disfrutaba tanto montando a una mujer.

Cuando llevaban cabalgando sobre Gloria siete u ocho minutos, comenzó a besar el cuello de Luis y a mordisquearle suavemente las orejas. Si por ella hubiese sido no habría bajado de la grupa de Gloria nunca más.

Transcurrió algún tiempo (otros siete u ocho minutos) y Ginebra indicó a Luis que condujera a la montura al fondo del establo y allí la detuviera.

Este así lo hizo y Ginebra se apeó de la grupa de ésta y entró en la sala de aparejos e instrumentos de equitación. Enseguida volvió a salir llevando una fusta en la mano derecha.

Mientras esto ocurría, Luis, sin bajarse del lomo de la esclava-montura, le pasó a ésta los dedos por los pezones, estrujó suavemente sus pechos y le acarició el cuello y las orejas. Los pezones de Gloria se envararon y endurecieron semejando puntas de lanza y de la profundidad de su garganta salió un ronroneo de placer.

Ginebra, de nuevo, se arremangó la falda y montó sobre Gloria. Luis taloneó a ésta y se reanudó la demostración. Ahora la amazona se sujetaba con su mano izquierda a la cintura del jinete y con la derecha azotaba sin cesar el culo de la montura, imprimiéndole más y más velocidad. Algo más de una hora duró la exhibición de fuerza y entrega de la “pony” elegida para acompañar a Luis a Europa.

Dejaron a Gloria en los establos y Ginebra habló brevemente por un intercomunicador con una de las instructoras para que preparara a Gloria para el viaje. De nuevo subieron al carro y éste los dejó otra vez en el edificio principal. Aún quedaban buena parte de las instalaciones por recorrer, pero Luis le comunicó a Ginebra de improviso su intención de abandonar la isla en un plazo no superior a tres horas.

– ¿Querrás ducharte antes de partir, no? -preguntó Ginebra cuando bajaron del carro frente a la vivienda.

– Pues sí, no me vendrá mal.

Ginebra cogió familiarmente de la mano a su huésped y lo condujo por la primera planta a su habitación. Los aposentos de la administradora de la isla eran bastante más grandes que las habitaciones de los huéspedes y su perímetro era hexagonal. Sólo la habitación de Don Servando era más grande, siendo su forma oval. Una de las dos chicas que había desnudas ante la puerta hizo una reverencia ante ellos cuando los vio y se apresuró a franquearles el paso.

– ¡Que no se me moleste para nada! -le espetó Ginebra a la muchacha, sonriéndole.

La estancia era suntuosa. Como en casi todo el resto del edificio, su suelo lo cubría una gigantesca alfombra muy mullida en sus más o menos tres cuartas partes. La restante cuarta parte estaba embaldosada en tonos azules y en su centro destacaba una gran bañera redonda con hidromasaje.
La bañera daba directamente al resto de la habitación. No había paredes que la separaran. A un lado de ésta había también un lavabo rosa y un inodoro a juego. Un poco más a la derecha del lavabo, existía un pequeño plato de ducha. Luis comenzó a desnudarse rápidamente y ella le preguntó:

– ¿Quieres que salga o me puedo quedar?

– Como prefieras, no me importa que te quedes.

Ginebra sonrió y recorrió con la mirada llena de admiración las líneas de los finos y bien dibujados músculos del hombre. Luis se situó desnudo debajo de la ducha sin demora y abrió los grifos. El agua brotó de ellos mezclada y empapó inmediatamente los cabellos de él, dejándolos chorreantes.
La mujer dejó pasar varios instantes en completa inmovilidad y de repente se desvistió por completo, acercándose insinuante a la ducha. Poseía unos grandes y bien formados pechos de pequeños y enhiestos pezones, una fina cintura y rotundas y redondeadas caderas.isla5

Decididamente entró en el plato de ducha bajo la mirada nada asombrada de él. Lo miró intensamente a los ojos y sin apartar la mirada de ellos, se arrodilló frente a él y comenzó a besarle los muslos. Luego sus labios recorrieron las redondeadas formas de los testículos y…

Pasados unos veinte minutos, los dos salieron de la ducha y se secaron con grandes toallas. Ginebra le había obsequiado con una de las mejores y más gratificantes mamadas de su vida. Salieron de los aposentos de la administradora y se dirigieron al despacho de ésta.
Allí Luis firmó unos papeles referentes a la matriculación de Azucena y condiciones de pago. Después subieron a la azotea, donde ya les esperaba García con el helicóptero preparado y Gloria subida en él. También esperaban allí una instructora de pie y Azucena a cuatro patas.

– ¡Vamos, despide a tu Amo! -le conminó Ginebra a la “yegua”.

Esta obedeció de inmediato con un relincho. El se inclinó y besó a Azucena en la cabeza, dándole un cachete cariñoso en las nalgas. Sin más, él y García subieron al helicóptero y el último puso en marcha el rotor. Ya en el aire, Ginebra los despidió agitando una mano al aire y Luis le correspondió desde arriba.

– ¿Qué le ha parecido la isla?

– No he visto mucho, pero te aseguro que volveré.

Los hombres siguieron hablando por espacio de bastantes minutos, mientras la mujer permanecía en silencio en la parte de atrás del aparato. Por fin vislumbraron la costa y García dirigió allí el helicóptero. A los pocos minutos de posarse en la arena de la playa, apareció un coche y Luis reconoció a Francisco como su conductor. Rápidamente el vehículo terrestre se emparejó con el aéreo y de éste último descendieron Luis y Gloria. Como la vez anterior, el cambio de vehículo se efectuó en brevísimos instantes.

Luis y Francisco se saludaron y el primero se puso al volante del coche. Gloria subió a su lado y el segundo se acomodó en el helicóptero al lado del piloto, que en ningún momento se había apeado de él ni había parado las hélices del mismo.
Durante las pocas horas que duró el viaje desde la playa hasta la capital, Luis observó varias veces que el semblante de la mujer que lo acompañaba resplandecía debido a la gran sonrisa que sus labios dejaban ver. Cuando ya entraban en la ciudad, Luis se lo hizo saber.

– ¡Oh, Don Luis! Estoy contenta de ver otra vez el mundo -respondió Gloria en castellano con voz alborozada-, aunque en la isla no me encuentro mal, pues sé que es mi sitio. Tenía ganas de volver al mundo exterior otra vez, de volver a ver chiquillos saliendo de la escuela, de entrar en una cafetería de un céntrico paseo, de ver a las mujeres colgadas del brazo de su marido por las calles… y Ginebra lo sabía. En lo más hondo de mi ser le doy las gracias. Llevaba sin salir de allí cuatro años.

En esos momentos, el coche se encontraba parado en un semáforo y Luis no pudo reprimir las ganas de besarla. Primero lo hizo tiernamente en los labios y luego en la frente.

– No te preocupes, Gloria, creo que he hecho buenas migas con Ginebra y cada vez que vuelva a la isla intentaré que te me preste algunos días para que puedas salir de vez en cuando.

Los ojos de ella se iluminaron de inmediato.

– ¿De verdad haría eso por mí, Señor?

– Por supuesto, además para mí tenerte a mi servicio no es ningún mal trago.

– Le obedeceré en todo, sea lo que sea que me ordene. Voy a ser la mejor esclava que haya tenido nunca.

Unas pocas manzanas más allá del semáforo alcanzaron la casa de alquiler de coches. Luis detuvo el vehículo y ambos bajaron de él.
Gloria cargaba su bolsa de viaje y el pequeño maletín de Luis. Una vez dentro de la oficina entregó las llaves y la documentación, abonó el importe y se despidió amablemente del empleado, que miraba embobado la resplandeciente belleza y formas de Gloria y a Luis con evidentes matices de envidia, pues recordaba perfectamente a Azucena de la vez pasada.
Tomaron un autobús que los trasladó en bastante tiempo al aeropuerto. En el avión hacía calor y Gloria le preguntó a Luis si podía quitarse la chaquetilla de traje con falda que llevaba.

– ¡Por supuesto, tú misma!

La mujer así lo hizo y al quitársela dejó vislumbrar los aros que llevaba atravesando sus pezones. Estos se marcaban perfectamente bajo el suéter blanco y el sujetador que los cubría.

Cuando una solícita y bonita azafata se les acercó para invitarles a beber algo o traerles alguna revista, sus asombrados ojos incidieron en los pechos de Gloria hipnóticamente. Gloria por supuesto lo notó y le dedicó una encantadora sonrisa. Después miró interrogativamente a Luis y cuando éste asintió con la cabeza, le pidió un Martini seco. Luis pidió una cerveza.
La asombrada azafata se alejó de ellos con un “Enseguida les traigo lo que han pedido”…

Relato: Sumissa Magazine

Ilustraciones: Domo

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