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AZOTES HASTA EL AMANECER

Una calurosa noche de Verano, mi Ama, S, me sacó al porche de su casa, la Luna estaba ya bien alta en el cielo, como si quisiera recibirnos con toda la dignidad que requería el momento, soplaba una agradable brisa salina que arrastraba la frescura y los exóticos aromas de la cercana costa, las palmeras se agitaban en la tranquilidad plateada de esa penumbra lunar al son del viento, como cunas que son gentilmente mecidas por cariñosas madres, en las que duermes sus hijos acurrucados y felices. Era un espectáculo ciertamente precioso y conmovedor ser testigo de una noche tan silenciosa, tan plácida, tan iluminada por luz blanca que parecía como una especie de extraño día.

Aquella belleza solo era comparable a la de la mujer que estaba junto a mi, S, mi ama, mi señora. Ella me había conducido a ese porche con suma gentileza, a pesar de que lo hizo agarrándome por el cabello, pero lo hizo de tal forma que esos tirones, lejos de ser algo humillante y doloroso, eran como una caricia. Los tacones de ella resonaban sobre las losas de alicatado y mis pies descalzos los seguían, sintiendo en cada pisada el frío del suelo en mis plantas. S se detuvo y me hizo ponerme delante suyo.

—Quieto ahí.

Obedecí me quedé donde estaba, sin atreverme a mover un dedo si ella no me indicaba lo contrario. Mi Ama es bondadosa, pero se muy bien que no tolera la insubordinación. Estaba de espaldas a ella, mirando hacia la profundidad de la noche. Note como ella acercaba una silla y se sentaba detrás de mi a escasos metros. Estuvo contemplándome por un momento que a mi se me hizo una eternidad, comenzaba a excitarme, quería darme la vuelta y poder volver a ver el rostro de mi querida S, pero no se me estaba permitido, la impaciencia me carcomía los nervios, comenzaba a respirar con pesadez, hacía calor y comenzaba a traspirar, las gotas de sudor acariciaban mi piel y eran besadas por la brisa de madrugada, causándome placenteros escalofrios. Tan solo estaba vestido con una camisa y unos pantalones de lino, sin nada más debajo.

—Quítate la camisa, muy lentamente.

La orden me llegó y no fue necesario siquiera pensar. Lo primero que me asaltó fue una inconsciente vergüenza pero mis manos se movieron solas y sin hacer caso de nada más que no fuera la clara y concisa voluntad de mi ama. Poco a poco fui desabrochándome los botones de la camisa, de espaldas a su vista, recreándome en cada paso, intentando conseguir un efecto parecido a la cámara lenta. Cuando me hube liberado de los botones deslicé lentamente la prenda por mis hombros, como una tímida muchacha que se quita el sujetador por primera vez ante su novio. La camisa cayó al suelo y mi espalda desnuda quedó a merced de su mirada.

—Bien. Ahora quítate los pantalones.

La operación se repitió de igual forma con la prenda inferior, hasta que los pantalones también quedaron a mis pies. Esta vez mis partes más íntimas quedaron al descubierto, notaba como la mirada de ella se enfocaba en mi trasero, y luego como me recorría de arriba a abajo, de pies a cabeza. Hubo un breve momento de tenso silencio, yo tan solo podía oír los latidos alterados de mi corazón y mi respiración.

—Date la vuelta. Déjame verte mejor.

Aquello me dejaría completamente expuesto, ella lo sabía, pero el placer de satisfacerla era mayor que la vergüenza y la humillación que pudiera sufrir con ello. Giré sobre mis talones y mostré mi desnudez a sus ojos, sin taparme, sin intentar esconderla. Los ojos de S chispeaban como la llama de una vela, ardientes.

—Ya te has empalmado sin mi permiso. Pon tus manos detrás de la espalda.

Así lo hice, ella se relamió, disfrutaba devorando mi flaco cuerpo desnudo con la mirada, lucía tan frágil a la luz de la Luna, tan sumiso, tan indefenso, ella parecía un jaguar que esperaba para saltar sobre su desprevenida presa, casi podía ver como se agazapaba y movía los hombros para calcular la distancia desde la cual se abalanzaría.

—Ven aquí.

Me acerqué a la silla todavía agarrando mis manos contra mi espalda, con esa cabeza bermeja de mi entrepierna en ristre, alterada, palpitante. Ella agarró mi sexo con una mano y lo acarició levemente, solo para ver como reaccionaba, estaba sentada en la silla con las piernas cruzadas, en una deliciosa aptitud de superioridad y balanceaba un pie al ritmo de su mano acariciándome el miembro. No pude evitar gemir y comenzar a acompañar sus caricias con bamboleos de mis caderas. Al notarme tan excitado ella me soltó.

—No sabes controlarte, eres un muchacho díscolo y demasiado impulsivo. Necesitas un correctivo.

Ella me volvió a coger del pelo y me obligó a tumbarme boca abajo sobre su regazo, con el culo en pompa. Sabía perfectamente lo que me esperaba, pero lo acepté con entereza, me lo merecía.

—Por favor, mi Ama… castígueme cuanto guste.

Una sonora nalgada rompió el silencio de la noche y me arrancó un leve gemido de dolor, al instante sentí como la zona mordida por el azote se inflamaba y se irritaba, luego, cuando pasó el dolor, sentí un alivio placentero que la suave brisa sobre mi piel solo podía acentuar. Este torrente de sensaciones se repitió poco después en mi otra nalga, el mismo dolor, el mismo escozor e hinchazón, el mismo alivio placentero. S estuvo azotándome en esa postura durante tanto tiempo que bien podrían haber sido horas, no me hubiera extrañado de que al final nos sorprendiera el amanecer en medio de aquel curioso ritual en el que ella me azotaba como si fuera un niño travieso hasta que mi trasero y su mano quedaran totalmente rojos, doloridos y entumecidos. Los golpes no tenían fin, y su cadencia era tan regular que parecían más como olas golpeando un solitario escollo en una costa apartada y misteriosa, al final las olas acaban por moldear la roca con sus golpes, esos azotes al final también acabarían moldeando mis nalgas expuestas a su voluntad.

Después de lo que pareció una eternidad los golpes cesaron, sentía el culo ardiendo, terriblemente lacerado, hipersensible, el más leve roce me hacía ver las estrellas, no tenía ni idea de cuantos azotes había recibido, de seguro que más de los que hubiera sido capaz de contar.

—Levántate.

Ella me ayudó a incorporarme, mis piernas temblaban por la paliza, casi no me sostenían, eran como dos delgadas tiras de merengue. Ella se levantó también y me condujo a una esquina del porche.

—Contra la pared.

Obedecí sin rechistar. Me apoyé sobre la lisa superficie de ladrillo revestido, dándole la espalda a ella de nuevo. Pude escuchar como sus tacones se acercaban a mi otra vez y luego, de repente, algo me tapó los ojos, no pude evitar asustarme por un momento.

—Shhh… tranquilo, solo te voy a vendar los ojos.

Pude sentir como unas ágiles manos anudaban la venda en mi nuca y luego como estas se deslizaban traviesas y juguetonas por todo mi cuerpo, prodigándome unas caricias tranquilizadoras, como las que se les dan a los caballos cuando están nerviosos.

—Eso es, relájate. Buen chico.

Con las manos apoyadas en alto contra la pared pude notar como ella separaba, con un rápido movimiento de sus pies, mis piernas, para que las tuviera lo más abiertas posible, luego me ordenó que no me moviera. Los tacones volvieron a alejarse, su eco desapareció en la lejanía por un instante y no pude evitar la ansiedad. Aquel sonido de taconeo regular volvió a aparecer poco después y se detuvo detrás de mi, a escasos metros. Se hizo el silencio de nuevo, un silencio que fue bruscamente interrumpido por un estampido, algo que golpeó el suelo con un sonido siseante y luego con un agudo golpe, como cuando se deja caer una bomba desde un avión y esta silva en el aire antes de chocar contra su objetivo y explotar.

—Tu correctivo aún no ha terminado. ¿Sabes lo que ha hecho ese ruido?

Asentí con lentitud, con la cabeza ligeramente vuelta hacia atrás. Era muy claro que aquello había sido un latigazo dado contra el suelo. Ella volvió a golpear el suelo con el látigo, para dejarme oír de nuevo ese extraño sonido y para intimidarme.

—¿Quieres sentirlo sobre tu piel?, ¿quieres que siga azotándote?

Un nuevo estampido contra el suelo, ya no podía aguantar más, estaba temblando de tensión, de miedo, de necesidad y de excitación.

—Si… por favor, mi ama… azóteme más, por favor… quiero sentirlo…

Esta vez el estampido se produjo en la pared, muy cerca de donde estaba yo. No pude evitar lanzar un grito de sorpresa y de terror, asustado por ese inesperado estallido tan cerca de mi oreja.

—Vas a contar uno a uno cada azote, y más te vale no equivocarte, porque si no multiplicaré los que tengo pensado darte y volveremos a empezar desde cero.

Asentí ligeramente. Pude escuchar como el látigo comenzaba a silbar por el aire y luego se estrelló contra mi espalda.

—¡¡¡AAAGGHH!!!… u… uno…

El siguiente mordió con fuerza uno de mis omóplatos y me hizo tener un doloroso escalofrío.

—¡¡¡AAAKKH!!!… do… dos…

El tercero fue verdaderamente inmisericorde, ya que tomó como objetivo mi dolorido trasero y se estrelló contra él con fuerza casi inhumana. Unas lágrimas brotaron de mis ojos y perdí el aliento de puro dolor, tardé unos segundos en recuperarme.

—¡¡¡RRRAAAAARRRGGHH!!!… ¡¡aaaaahh!!… ¡uuuuufff!… tre… tres…

Ella rio detrás de mi.

—Eres tan encantador cuando te retuerces de dolor y de placer. Aun tenemos toda la noche por delante.

Y volvió a descargar el látigo sobre mi carne trémula.

 

 

Autor: Master Spintria

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